LÉEME EN TU IDIOMA

28 diciembre 2019

NOELIA (Microrrelato)


NOELIA

Cuando llegué estaban poniendo la mesa para cenar y colgando calcetines en la chimenea. Fue una entrada triunfal. Mi presencia inundó todo el ámbito y acaparé la atención de toda la familia. Algunos al principio reaccionaron intentando llevar cada cosa a su sitio pero luego, ante el ímpetu de mi naturaleza, se rindieron pues comprendieron que tanto caudal y tanta fuerza eran irrefrenables, como lo era mi enfado. Qué manía de ponerle nombre a las borrascas. ¿Es que por ser la fecha que era tuvieron que ponerme este ridículo nombre?










26 diciembre 2019

DE ADVIENTO (Microrrelato)

DE ADVIENTO
(Feliz Vanidad)

Cada día lo veía en el mismo semáforo. No lo hacía conscientemente pero llegué a darme cuenta de que adecuaba la marcha para que me pillara en rojo y así tener un par de minutos para mirarle. Me llamaba la atención su postura en el coche, el orden del interior, su limpieza. No era habitual que un indigente que duerme en un coche abandonado cuidase tanto su persona y su entorno. Después de varias semanas observándole, un viernes decidí que el lunes pararía a charlar con él para indagar de qué manera podía ayudarle. El viento del otoño se alejaba acercando la navidad, y el altruismo y la caridad despertaron con fuerza en el pecho como cada diciembre. Tras el weekend que aproveché para montar el belén en casa, quería comenzar la semana gestionando buenas acciones. Pero no pudo ser, cuando pasé por allí resultó que ya no estaba el coche abandonado ni había nadie, solo un muchacho cruzaba y se quedó un rato mirando el brillo de mi Harley.


06 diciembre 2019

INTACTO


INTACTO

Hay veces que me das una caricia nueva y mi piel evoca mil caricias anteriores que se actualizan en la novedad. O me besas de otra forma y siento el beso como un abrazo de los besos antes dados. O me miras simplemente, sin mirarme las arrugas ni las cicatrices, como entonces pero con los ojos de ahora, y veo tus ojos de ahora como aquellos de entonces y me abrazo a tu beso de otra forma nueva, y te hago una caricia antigua, de siglos, que acaba de nacer de la libertad de movimientos de tus labios, tan sabios.


13 septiembre 2019

REFORMA (Relato)


REFORMA

Antón me contó cómo se inició todo. 
Marta era hija de un amigo suyo. Había pasado por un penoso proceso de separación matrimonial y se había comprado un piso, de esos de oportunidad bancaria. Quería dejar aquel apartamento donde solo había conocido la felicidad que le proporcionaban sus dos hijitas gemelas. Su ex, padre de las niñas, había resultado ser un espejismo en su desértica vida.

El piso era bastante antiguo y necesitaba una buena reforma. Marta confió en su padre. Fermín ya se había jubilado hacía unos meses pero no pensaba fallarle a su hija. Tenía mucha experiencia en obras menores, electricidad y fontanería y se sabía capaz de realizar todos los arreglos necesarios. Todos excepto la pintura de paredes. Y por eso acudió a su amigo y compañero de fatigas. Antón le dijo sí, que le ayudaría, por favor, cómo no iba a hacerlo después de tantos años trabajando juntos, conociendo a su hija y a las gemelas…

Aquellas paredes estaban empapeladas. El salón y pasillo, por dos veces, papel sobre papel. Para hacer un trabajo en condiciones era necesario, incluso imprescindible, retirar todas las capas de papel y luego tapar grietas e imperfecciones, alisar bien con la lijadora y ya, por fin, dos buenas capas de pintura. Mientras Fermín se dedicaba a dibujar sobre los azulejos de cocina y baño la nueva instalación de fontanería y a tomar mediciones para el cableado eléctrico, Antón comenzó su tarea.

Con más dificultad en algunos testeros que otros logró quitar todas las capas de papel hasta dejar las paredes desnudas. A la vista quedó, en la pared principal del salón, entre parches de masilla y manchas de humedad, los nombres de José y de Marta torpemente escritos por alguien (nadie sabe por qué o para qué) antes de encolar los muros para empapelar. Tampoco sabe nadie el motivo de que Antón tomara con su móvil una foto de aquella pared con aquella leyenda. Me dijo que me lo había contado todo precisamente porque tenía la demostración de que era verdad con aquella foto porque, sin ella, la historia parecería ficción.

Como he dicho antes, el piso era bastante antiguo y casi todos los vecinos del edificio contaban con una edad avanzada (de hecho Fermín comentaba entre dientes que su hija y sus gemelitas se iban a mudar a un bloque de viejos), así que la curiosidad de Antón y el azar de un encuentro casual con una vecina anciana muy dicharachera revelaron que José y Marta fueron los primeros dueños de aquel piso, vendido y comprado varias veces. Que fue una pareja muy enamorada, muy simpáticos y muy felices hasta que ocurrió aquello.

Después de muchos intentos fallidos Marta logró quedarse embarazada y fue ya casi a término cuando detectaron que venían dos criaturas. Pero el parto fue muy desgraciado, los cordones umbilicales estaban tan enredados que nada pudieron hacer para salvarlos. Al revés, la sangría que provocó tanta intervención de la matrona acabó también con la madre desangrada y le causó la muerte. Al final de la década de los cuarenta no teníamos los adelantos médicos de hoy. Tampoco existía la asistencia de sicólogos tras las desgracias. Una semana después de los funerales José apareció muerto en una cama de hotel. El forense detectó cianuro.

Varias veces se vendió el piso a distintos dueños que casi nadie recuerda. Personas anodinas y especulación inmobiliaria. También unos años cerrado, casi abandonado. Unos okupas, un desalojo y una ejecución hipotecaria. Qué casualidad Fermín, dijo Antón, llamarse tu hija Marta y tener gemelas. Espero y deseo que su estancia en esta casa sea como la reparación de tanta infelicidad, que sea una nueva oportunidad de vivir entre estas cuatro paredes. ¿Sabes Fermín? Yo le he quitado al piso todo el papel pintado y ha sido como quien se va quitando la ropa hasta quedarse desnudo, sin tapujos, sin secretos, dejando su alma libre y expedita. Que nada tape ni tapone ahora la felicidad que merece tu hija.

Así me lo contó Antón y así os lo cuento yo. La vida es una sucesión de casualidades como estas, como otra es que yo me llame José, como tantísimos hombres. Como conocer a una divorciada con dos hijas y enamorarse de las tres, otra casualidad. Antón me contó cómo se inició todo, final no hay.




25 agosto 2019

EN VIA MUERTA (Microrrelato)

EN VIA MUERTA

He pensado en ello muchas veces  durante mucho tiempo y ahora sé sin un ápice de duda lo que pasó.
Yo me encontraba, como otras muchas veces, en ese momento de la vida que todos conocemos alguna vez, que estás estancado, desorientado, indolente. Los días pasaban iguales, repetidos. Mis acciones no se diferenciaban mucho de mis omisiones y la sentimentalidad solo era un concepto del intelecto que, por otra parte, parecía aletargado. Era una persona sin origen ni destino. Hoy lo tengo claro, yo estaba esperando que tú aparecieras desde aquella oscuridad, desde la nada, me sacaras de aquel boquete y me pusieras en movimiento. Te esperaba.
Entonces te ví, como a través de una ventana, y una especie de voluntad incontrolada me llevó a tu lado. Sentí una sacudida en todo el cuerpo. Te acompañé, me acompañaste. Todo cambió.

Mis poros fueron despertando y trazaban en mi piel un mapa de sensaciones recuperadas y en mi pecho volvieron a anidar aquellas aves olvidadas. Me instalé en tí y en mí instalé también toda tu parafernalia. Contigo aprendí a prevenir encuentros inesperados, a adelantarme a los movimientos más incómodos, a anticiparme a las nuevas posiciones que me ofrecías. Contigo codo a codo.
A veces teníamos a nuestro alrededor, como una vorágine, el mundo. A veces todo abstracto, o puede que surrealista, no sé. Tú me llevabas de un sitio a otro sin que yo pudiera evitarlo, aunque con mi consentida aceptación. Pero sin poder imaginar a dónde me conducías o dónde ibas a ser capaz de dejarme al fin. Cada etapa que vivías conmigo te acercaba a mi olvido y, casi sin quererlo tú, volvería a ser un desecho tuyo. Hoy lo sé.

Nuestro encuentro promovió una relación sumisa para mí. Yo me sentía muy vivo pero no era capaz de tomar decisiones. Todo era orquestado por ti. Cierto que yo y todos mis sentidos funcionaban a tope, pero solo como un mero observador. Llegado un momento, crucial en nuestra relación, pude tomar una decisión, solo una desde que viajamos juntos. Sentí que, como presentía, el futuro que acechaba no era para mí, que de alguna manera, tu camino había sido también el mío pero que ya ahora me sentía seguro, en mi lugar, me encontraba en mi sitio, y decidí que aquella parada que hiciste era la señal para bajar del tren y dejarlo todo otra vez. Nada te afectó. Observé unos instantes cómo seguías tu ruta sin mirar atrás.
Dicen que el amor no tiene medida. Yo puedo decir que te quise un metro.



10 agosto 2019

SUBTERFUGIO (Microrrelato)

SUBTERFUGIO

Pero ¿qué me estás contando? Yo nací el 22 de junio de 1980 y justo un año después se aprobó en España la ley del divorcio. Mis padres fueron de los primeros españoles que se divorciaron. Parece como si hubieran estado ahorrando para pagarse el divorcio desde el momento en que ya se esperaba que no iba a tardar mucho en aprobarse la ley. Yo tenía solo un año cuando mis padres lo firmaron. Pero espera, aún tengo que decir más: a los pocos meses mi padre sufrió un accidente de tráfico que le mantuvo en el hospital, muy grave, casi una semana. Hasta que no pudo más y se murió.
¿Podéis imaginaros cómo crecí? ¿Qué tal si te cuento que no tengo ni una foto de mi padre? Absolutamente nada. Mi madre se había encargado de quemar todo lo que no quería ver, todo lo que no quería tener e incluso todo lo que no quería recordar de él. Los días siguientes al divorcio hubo mucho fuego alrededor de mi cuna, aunque el verdadero incendio se produjo casi un año antes, durante el embarazo, cuando se destapó la infidelidad de mi padre y se hizo manifiesta la intención de mi madre de no querer nada con él, nada de él. Esto que te digo lo sé de oídas, pero no de mi madre, que jamás me habló mal de mi padre (tampoco tenía sentido hablarme mal de alguien que ya no formaba parte de nuestras vidas, ni siquiera de este mundo) sino de mis abuelos maternos que a veces el uno y otras veces la otra, llenaban de historias y de cariño las tardes que pasaban conmigo después de recogerme del colegio y hasta que mi madre venía a por mí, así me iban contando las desavenencias que ellos habían vivido en vivo y en directo. Por cierto, los otros abuelos también son dos desconocidos para mí, como mi padre, pues el fracaso del matrimonio y la prematura muerte de su hijo, además (claro está) de la negativa de mi madre a estrechar lazos con ellos, hizo que poco a poco se desentendieran de nuestras vidas.
Desde bastante pequeño soy consciente de que mi madre ha preferido vivir sola y solo conmigo. Según yo iba cumpliendo años crecía mi admiración por ella porque a medida que yo formaba mi personalidad ella demostraba a diario la suya. Cuento mi niñez y mi adolescencia observando absoluto respeto a mi madre. No quiero extenderme en explicaciones, solo pretendo que lo que te estoy confesando sirva para crear una fuerte verosimilitud a lo que a continuación te digo:
Yo siento sincero respeto hacia la mujer en general, me he criado en un ambiente organizado por una mujer que siempre he visto como buena persona y ha sido sincera conmigo y ha puesto su confianza en las personas que le importan. Poco a poco he ido comprendiendo la importancia de los comportamientos en una pareja y he visto las graves consecuencias que pueden acarrear los engaños y las mentiras. Por todo eso, créeme, yo jamás engañaría a mi pareja, y ella lo sabe. Creo que debe estar confusa con toda esa serie de casualidades que no comprende.



21 julio 2019

PEAJE (Microrrelato)

PEAJE
Tres años cambiaron todo el paisaje.
Juan había trabajado esas tierras toda su vida. Allí nació y allí sigue todavía, ochenta años después. Su mundo era aquella casa de campo en la colina, aquellos valles y vaguadas, aquellas lomas, las praderas, los sembrados y los barbechos. Desde los doce o trece años trabajó la tierra con la yunta, con su padre hasta que murió, luego a solas con su sombra, casi cincuenta años más. Dedicó toda su vida a labrar y cuidar la tierra, acarició sus crestas, le dibujó horizontes, peinaba sus cosechas, lavaba sus heridas, y hasta las propias arrugas de su rostro semejaban los surcos del arado. La vida le regaló dos amores, una esposa durante casi diez meses y una hija que se cambió por ella en el parto. Lentamente, sin sobresaltos, el tiempo parecía no pasar, sino expandirse. Allí la teoría de la expansión del universo se confirmaba mirando el tiempo, no el espacio. 
Tres años lo cambiaron todo.
Juan ya estaba entrando en esa nebulosa expansiva. Su hija, por las mañanas, empezó a sacarle su sillón al aire libre, a unos pasos de la casa, y lo sentaba mirando al oeste. La obra de la autopista le entretenía, le fascinaba ver las máquinas abrirse paso por los montes, avanzar y seguir avanzando. Él veía que aquella suerte de construcción también lo era de destrucción. Los árboles grandes y altos que durante muchos años habían albergado tanta vida, los pájaros con sus nidos, las ardillas, sus propios brotes verdes, ya no estaban. Las aves seguían revoloteando por allí, a veces se las veía, y a las ardillas también, pero estaban como locas, desorientadas, irreconocibles. A Juan también se le descolocaban sus recuerdos, sus constancias, sus querencias. Parecía que se iban, poco a poco, tomando la autopista.
En tres años todo cambió.
Juan ya no reconocía su casa de campo en la colina, ni sus valles y vaguadas ni sus lomas. Su horizonte quedó plano, sin relieve. Limpios los arcenes, recta la calzada, todo gris. Ya tampoco era Juan. Ni su sillón era el mismo.
-        --  Papá, hoy vamos a contar cuántos coches de color rojo vemos pasar ¿vale?
Así intentaba la hija darle una ocupación a la mente de su padre, quería que permaneciera atento al mundo y no absorto en la nada. Que estuviera comunicativo, que le hablara de vez en cuando…
-          --  Allí va uno… ¿ves, papá?
Tampoco ella se daba cuenta de que todos los coches, de todos los colores, iban siempre en la misma dirección (una colina separaba los carriles del otro sentido de la marcha, que quedaban ocultos desde allí), que solo había viaje de ida, que de allí no se regresa, que ya estaba en camino el coche negro, el último coche en la autopista de Juan. 





02 junio 2019

PASSE-PARTOUT (Narración corta)




Yo soy una chica muy curiosa. Me encanta enterarme de cosas nuevas (aunque solo sean nuevas para mí) y preguntar por todos los detalles. Pero no solo me interesan las novedades sino también las cosas antiguas que no conozco y que, por lo tanto, son nuevas para mí (por eso el paréntesis anterior). También soy aún muy joven, nací en la segunda mitad de los noventa y mi uso de razón es entero del siglo XXI. Para quien me conoce, todo esto es una obviedad, pero lo comento, o lo aclaro, para que se comprenda mejor lo que voy a contarle (al menos la primera parte del relato porque la segunda no se explica con esta introducción).
Desde que mis padres murieron en aquel extraño accidente, hace ya algunos años, vivo sola en casa. Con lo que me dejó el seguro pude levantar la hipoteca y puedo llevar una vida más o menos tranquila administrando la pequeña galería de arte que me aventuré a poner en marcha. Quiero traerme a mi abuela a vivir conmigo y vender o alquilar su casa, pero se niega en redondo. Este hecho me obliga a visitarla a menudo porque también ella vive sola y solo nos tenemos la una a la otra. Por eso no lo hago a mi pesar (lo de visitarla a menudo), sino cada vez con más agrado. 
A mi abuela le gusta mucho mirar fotos antiguas. Muchas tardes, cuando voy a visitarla, saca un álbum grande y grueso o una vieja caja de lata donde tiene cientos de ellas. A mí, acostumbrada a usar el móvil para sacar fotos y el mismo móvil para verlas luego, y poder editarlas, recortarlas o eliminarlas, me fascina el hecho de tener en las manos tantas imágenes (muchas en blanco y negro) y no poder hacer otra cosa con ellas sino solo mirarlas. Miro una y otra y otra y, en pocos minutos estoy al final del álbum, y en unos pocos más ya he repasado toda la lata. Pero mi abuela no es como yo, ella tiene otro “tempo”, se pone a mirar una foto y comienza a contarte historias, qué día era aquel, quién era este o aquella o porqué se hizo la foto. La abuela, que es tan calladita habitualmente, mirando fotos puede hablar por los codos, aunque a veces se queda mirando alguna en silencio y prefiere soltarla para coger otra y seguir contando historias. Un álbum de fotos en sus manos es como una novela de muchas páginas. Aquella caja de lata, una biblioteca.
Pero no tengo yo hoy la intención de contarle tantas historias, ni siquiera alguna de ellas, no. Solo quiero contarle algo que surgió paralelamente, algo oculto que, esta chica curiosa pudo descubrir entre aquellas inalterables y sempiternas imágenes.
Yo iba separando las fotos, haciendo montoncitos con ellas, según la abuela me contaba sus historias. Un montón para familia, otro para amistades, uno más para viajes, en fin, ya sabe. En un mismo montoncito fui guardando aquellas fotos donde se veía alguna persona que mi abuela no era capaz de reconocer. Quizá parientes lejanos que se dejaron fotografiar en una ocasión determinada, quizá amistades olvidadas porque no llegaron nunca a ser más íntimas, o puede que simplemente fueran extraños que, sin pretenderlo, se colaron por el objetivo de la cámara por casualidad, por haber estado por allí en aquel momento. Extraños que se han convertido en familiares involuntarios. Fieles acompañantes de papel. El caso es que entre ese montoncito de fotografías localicé dos que hoy me quitan el sueño.
Una es de mi madre durante su viaje de luna de miel (según dice mi abuela). Es París. Ella posa en los Campos Elíseos, con el Arco del Triunfo detrás, con el sol parisino encerrado en su interior. Por la izquierda de la foto se ve medio hombre, aunque el rostro se le ve completo, dando un paso largo para colarse en un recuerdo que no era suyo. Bajo el brazo lleva una carpeta roja, que se ve a medias, grande, como las que usan los dibujantes para llevar sus bocetos. Las conozco bien gracias a mi actividad como galerista.
En la otra fotografía también se ve a mi madre. Mi abuela cuenta que con esa foto mis padres le dieron la noticia de que se encontraba embarazada de mí. Por lo poco que se ve al fondo, el paisaje parece ser Madrid, puede que Barcelona, por los edificios y el ambiente parece España, pero podría ser cualquier otra gran ciudad europea. Ella está muy guapa, con el semblante alegre, sentada en la terraza de alguna cafetería, copa en mano, haciendo el gesto de brindar con quien toma la foto y con quien la mire. Pero por detrás de la escena se ve otra mesa donde está sentado un hombre que toma café y que tiene en el suelo, apoyada sobre el lateral de su mesa una carpeta roja, como la que he descrito antes, que también se ve a medias.
Cuando las tuve juntas, una foto en cada mano, miraba una y miraba la otra y no podía entenderlo. El hombre sentado y el medio hombre del paso largo era la misma persona. Estoy segura. Y portaban la misma carpeta. Sin ninguna duda. Así de claro, pero también de incomprensible. ¿Extraños casuales? ¿Gente de la calle que pasaba por allí? En las dos fotos, aunque sin demasiado detalle, se aprecia bien el rostro. Estoy segura de que se trata de la misma persona.
En ese caso, sin duda, la segunda foto también habría sido tomada en París, de otro modo sería muy improbable tanta casualidad. Pero entre una foto y la otra debía mediar aproximadamente un año de intervalo porque en una foto mi madre tenía un peinado de pelo corto que dejaba ver sus perfectas orejas y en la otra lucía una melena por encima de los hombros. La ropa en ambos casos era primaveral o incluso de verano, por eso digo que al menos un año, o puede que dos, pero no más, porque el hombre de la carpeta roja no mostraba ningún cambio de aspecto.

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Han pasado algunos meses desde que escribí esto, casi un año.
Desgraciadamente, mi abuela se sintió indispuesta y me llamó por teléfono. Solicité una ambulancia y acudí rápidamente en su auxilio. Aún llegué a tiempo de verla viva unos minutos. Pero fue un derrame cerebral cruel y casi fulminante. El último gesto en su semblante, sin embargo, no fue de dolor sino más bien de conformismo o de rendición. Jamás olvidaré la sensación de paz que emanaba y que le vi en su mirada. Este inesperado y doloroso suceso propició que se borrara del mapa de mis preocupaciones (al menos temporalmente) el misterio del personaje de la carpeta roja.
Tras algunas semanas que pasé con bastante desconcierto, comencé a tener episodios de dolor y de rabia intentando asumir y aceptar que ahora estaba sola en el mundo, decidí volver a tomar las riendas de mi vida y tracé planes para recuperar el control de mis días.
Mi abuela lo tenía todo muy preparado y resuelto y no hubo ninguna complicación con sus últimas voluntades. El notario me entregó todos los documentos de sus propiedades, su casa, sus cuentas bancarias y sus enseres. En fin, no quiero entretenerme con estas cosas sin interés que, como no pudo ser de otra manera, se sucedieron con naturalidad y con normalidad.
Contraté una empresa para que pusiera orden en la casa de la abuela (ahora de mi propiedad) y concedí permiso expreso para que se pudiera tirar todo aquello que, a criterio de los operarios, no mereciera conservarse. Delegué esa tarea a conciencia, sabiendo que yo no sería capaz de desprenderme sin remordimientos de tantas cosas que habían sido guardadas tanto tiempo con cariño (quién sabe por qué razones).
La empresa hizo su trabajo y me envió un correo electrónico para comunicarme el final de sus actuaciones.  En él me aclaraba que habían dejado en el inmueble una carpeta que, si bien lucía bastante deteriorada, su contenido pudiera ser valioso, por lo que lo mejor sería que “usted misma decida su suerte”, decía textualmente el mail, que adjuntaba una foto de la mencionada carpeta. Mi corazón se puso a dar botes en mi pecho.
El correo me llegó estando yo en Málaga negociando el trato para la próxima exposición de pintura en mi galería. Me entrevistaba con Juan Manuel (así firma sus obras), un hombre maduro, sexagenario ya, aunque pintor emergente y alternativo, aún poco conocido, pero dueño de un pincel de búsquedas constantes. Notó mi turbación y me ofreció asiento y un vaso de agua fresca. Muy comprensivo, sin preguntar, dejó que yo aplazara el encuentro, me pidió un taxi para el aeropuerto y me acompañó a la puerta. Inicié el viaje de regreso a casa impaciente por ver qué podía contener la carpeta roja. Estaba segura de que se trataba de la carpeta roja que había visto en las fotografías de mi madre, pero no podía comprender cómo mi abuela no solo no me había hablado de ella, sino que incluso me la había ocultado. Durante el vuelo hice toda clase de absurdas conjeturas. Llegué tarde y bastante cansada a casa. Después de la ducha y de una frugal cena me fui a dormir pensando en inspeccionar la carpeta por la mañana. Pero la noche solo estaba empezando.
A las 5.45 de la mañana me despertó la llamada de la policía. Me avisaban de que se había producido un robo en mi propiedad (la casa de mi abuela) y que debía personarme en el lugar para hacer una relación de los objetos robados y adelantar una estimada valoración de los mismos, para más avanzada la mañana, presentar la correspondiente denuncia. Llegué bastante pronto, a esas horas el tráfico es fluido, y fui recibida en el portal por una pareja de policías que, tras comprobar mi identidad, me explicaron paso a paso (fue casi como un tutorial) todo lo que tenía que hacer, primero en la comisaría y luego en mi compañía de seguros. Yo estaba ansiosa por acceder al interior de la vivienda para buscar la carpeta roja, aquella misteriosa carpeta roja que había vuelto a ocupar mi mente después de casi un año sin preocuparme ni siquiera acordarme de ella, pero aún me hicieron esperar un rato porque se estaba realizando la inspección ocular y la toma de fotografías y de posibles huellas.
Hasta casi las diez no pude entrar en la casa. La carpeta roja estaba allí pero no había nada en su interior. En la denuncia que presenté horas después adjunté una copia impresa del correo electrónico que me remitieron acerca de aquella carpeta. Era la única evidencia que tenía de que algo valioso pudiera haber contenido. Hoy, cuatro meses después, que nada se de las pesquisas policiales (si las hay), el seguro me comunica que no considera ninguna indemnización. Me encuentro pues en vía muerta, este tren no me lleva a destino alguno.

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Retomo de nuevo estos apuntes tras otros varios meses de parón pues creo haber encontrado una pista que puede ser reveladora: Yo estoy registrada en un servicio de internet que ofrece información puntual acerca de las exposiciones de pintura que se realizan en las galerías que estamos dadas de alta en el portal, así, de las que yo organizo en mi sala, consigo una cobertura más internacional, y conozco otras galerías y otros autores de los que de otra manera jamás tendría conocimiento. El servicio está enfocado sobre todo para uso de coleccionistas de arte (no sabéis la cantidad de divisas que pueden mover) ávidos por hacerse con obras de arte o para seguir especulando con ellas. Mensualmente llega a mi cuenta de correo de la galería de arte una gaceta informativa (que a veces ni me molesto en mirar) que inesperadamente en este último boletín me ha puesto de nuevo el corazón en vilo. Veo que la semana que viene se inaugurará en una Galería de París una exposición de dibujos de un tal Juan Manuel. No viene su foto así que no puedo saber si se trata del pintor que traté de captar en Málaga, pero lo que más me conturba es la imagen que acompaña el anuncio de la exposición. Se trata de un dibujo a lápiz plomo y sanguina, el retrato de una joven que tiene un alarmante parecido con la joven que fue mi madre. Por otro lado, también en internet he averiguado que en Málaga existe una filial de la empresa de mudanzas con la marca “Juan Manuel e hijos S.L.”
Ya tengo el viaje comprado y la reserva de hotel en París. El lunes os cuento.



28 abril 2019

NOTAS (Microrrelato)


HISTORIAS DE RISA PARA NO REIRSE 
Capítulo 3

- Estaban acostumbrados a no verse todos los días. El trabajo de ambos les exigía turnicidad y los dos tenían asumido ese contratiempo en su convivencia. Quizá se podría decir que ninguno lo consideraba como un contratiempo sino que casi lo tenían como una ventaja, ya que les ayudaba a mantener la relación más fresca e intensa, esquivando la monotonía que suele instalarse en las vidas rutinarias y repetitivas. Eso decían a sus amistades. Vivían tanto tiempo solos uno y otro que la persona encargada de la limpieza y el mantenimiento del apartamento no pensaba que allí conviviera una pareja de enamorados. Ni siquiera veía ropa para dos.
Tenían muy perfeccionado el sistema de las notitas escritas. Lo usaban para casi todo: “Cuando puedas pasa la aspiradora” o “El congelador está casi vacío” o “Ya ha venido el de la inmobiliaria y le he pagado el alquiler” o “Hoy te he echado de menos muy especialmente, te quiero” o “Estoy deseando que llegue ya el día uno” o “Avión ya”.
En una cajita de cartón decorado, comprada en los chinos, guardaban sistemáticamente las notitas una vez que ya se habían leído. Era como un álbum de recuerdos, algunos banales y otros más trascendentes.
Entre las entrevistas realizadas a sus amistades y a los trabajadores del casero y el análisis del interior de esa cajita, Sr. Comisario, hemos podido determinar que a esta pragmática parejita de homosexuales (o a este par de maricones, como a usted le gusta llamarlos) no les ha pasado nada, excepto que les han allanado y robado el apartamento. Ellos se encuentran de viaje celebrando su 25 aniversario y, gracias a sus allegados, ya hemos podido contactar telefónicamente con ellos para darles conocimiento del hecho.
- Muy bien, Pérez. ¿Les ha informado de sus derechos como víctimas? ¿Qué han dicho? ¿Van a denunciar?
- Sí, Sr. Comisario, van a poner la denuncia por el robo y van a interponer una querella contra usted por delito de odio.



24 febrero 2019

ALUSIÓN, ILUSIÓN (Microrrelato)

ALUSIÓN, ILUSIÓN

En su programa siempre intentaba que los oyentes participaran.  Y no solo en directo a través del teléfono sino también por otros medios. Cada noche facilitaba la dirección de correo electrónico, un apartado de correos y el número de móvil donde recibía los WhatsAap.
La franja horaria que el programa ocupaba en el aire era bastante intempestiva pero, asombrosamente, la gente participaba como si fuera de día y había cientos de llamadas.
La estructura del programa era sencilla: Tras los saludos iniciales, el locutor proponía un tema de debate y leía un texto, generalmente escrito por él mismo. Luego daba un tiempo prudencial para meditar con algún tema musical (qué bien los seleccionaba, siempre a colación del tema) y ya después comenzaba la participación.
Aquella noche el tema fue “sentirse aludido”.  Con voz evocadora, y a ratos trémula, habló de un despertar juntos en alguna habitación de hotel, de un desayuno sin prisas, de un paseo por la ciudad, bebiendo de las fuentes sus aguas frescas. Proyectó una búsqueda, un querer, una intención de ser. Recordó una playa solitaria tan temprano, un amanecer con olas, una marea. Enarboló besos y relató silencios misteriosos. Una ventana abierta y aquella puerta que se cerró inesperadamente, ¿por qué viento? ¿qué pasó?
Entonces quise llamar. Pero preferí estar a la espera y ver si llamaba ella.



27 enero 2019

CRONO (Microrrelato)

CRONO

Llegó a su cita con mucha antelación aquella tarde extraña que sintió poseer el poder de estirar el tiempo. Tener el coche en reparación le había obligado a acudir en metro y, acostumbrada al tráfico intenso de la ciudad, no había sabido calcular el tiempo necesario para el camino. El metro fue otra medida distinta para su tiempo. Ya en la superficie miró su móvil para ver la hora y pensó cómo iba a entretener tanto tiempo inútil. Cuarenta minutos.
Miró a su alrededor buscando alguna cafetería pero su vista se detuvo en un comercio que parecía ser nuevo. Nuevo es un decir, pensó, porque tenía toda la apariencia de llevar allí un siglo. No sabe qué le llevó a la puerta. Era una tienda de antigüedades.  Decidió entrar solo por curiosear y matar el tiempo.
Miró toda una galería de recuerdos ajenos que luchaban por durar detrás de las vitrinas. Aún quince minutos para la cita. El anticuario pone en venta objetos con historia, se dijo para si.
Abanicos con firmas de toreros que han sobrevivido a la mujer de mantilla, pitilleras de plata con iniciales grabadas, alhajas de oro viejo diseñadas por un desaparecido. Diez minutos.
Relojes, cachimbas, estilográficas, cartas nobles de amores vulgares.
Un viejo, dueño de tanto residuo, con esa voz inconfundible de las pesadillas y esa lengua bífida de tiempos, ante el vago interés de la visitante, acomodaba el precio de todo pidiendo cada momento menos por algo que cada vez, decía, vale más. Seis minutos.
Necesitaba un leve descanso. Perder algunos años de la suma total de siglos que habitaban en ella.  Cinco.
Salvarse de esas garras artrosis incurable, de esa mirada, resquemor puro, cuatro, de ese lapidario, de ese museo-mausoleo insolente donde todo se revuelve en compañías impertinentes. Y aquel espejo. Tres.
Mira una vieja foto. Una mirada límpia que el color sepia distorsiona en el daguerrotipo la mira ahora. De frente. Una frente a otra. Dos.
Dos ojos que la desarman, que la hacen desprenderse del tiempo real, desasirse del espacio, del aire. Uno.
Una atracción irresistible hace que robe esa imagen. Y deja en su lugar el billete del metro que aún tenía en su mano. A través del cristal mira la calle y ve que su cita la espera. La espera. La calle. El otro lado del cristal. Ninguno. Se acabó el tiempo.

Nota del autor: Este pequeño relato que firmo no nace de mi inventiva, yo solo lo reproduzco tal y como me lo contó aquella inquietante persona de la que solo recuerdo haberle comprado este antiguo billete de metro y que guardo no sé muy bien por qué.