NOELIA
Blog de JUAN MANUEL PEREZ TORRES. Cuentos, relatos y microrrelatos. Por original, por raro, por absurdo o por genial... no os dejaré indiferentes. Eso pretendo.
LÉEME EN TU IDIOMA
28 diciembre 2019
NOELIA (Microrrelato)
26 diciembre 2019
DE ADVIENTO (Microrrelato)
DE ADVIENTO
(Feliz Vanidad)
06 diciembre 2019
INTACTO
INTACTO
13 septiembre 2019
REFORMA (Relato)
REFORMA
Antón me contó
cómo se inició todo.
Marta era hija
de un amigo suyo. Había pasado por un penoso proceso de separación matrimonial
y se había comprado un piso, de esos de oportunidad bancaria. Quería dejar
aquel apartamento donde solo había conocido la felicidad que le proporcionaban
sus dos hijitas gemelas. Su ex, padre de las niñas, había resultado ser un
espejismo en su desértica vida.
El piso era
bastante antiguo y necesitaba una buena reforma. Marta confió en su padre. Fermín
ya se había jubilado hacía unos meses pero no pensaba fallarle a su hija. Tenía
mucha experiencia en obras menores, electricidad y fontanería y se sabía capaz
de realizar todos los arreglos necesarios. Todos excepto la pintura de paredes.
Y por eso acudió a su amigo y compañero de fatigas. Antón le dijo sí, que le
ayudaría, por favor, cómo no iba a hacerlo después de tantos años trabajando
juntos, conociendo a su hija y a las gemelas…
Aquellas
paredes estaban empapeladas. El salón y pasillo, por dos veces, papel sobre
papel. Para hacer un trabajo en condiciones era necesario, incluso
imprescindible, retirar todas las capas de papel y luego tapar grietas e imperfecciones,
alisar bien con la lijadora y ya, por fin, dos buenas capas de pintura.
Mientras Fermín se dedicaba a dibujar sobre los azulejos de cocina y baño la
nueva instalación de fontanería y a tomar mediciones para el cableado
eléctrico, Antón comenzó su tarea.
Con más
dificultad en algunos testeros que otros logró quitar todas las capas de papel
hasta dejar las paredes desnudas. A la vista quedó, en la pared principal del
salón, entre parches de masilla y manchas de humedad, los nombres de José y de
Marta torpemente escritos por alguien (nadie sabe por qué o para qué) antes de
encolar los muros para empapelar. Tampoco sabe nadie el motivo de que Antón
tomara con su móvil una foto de aquella pared con aquella leyenda. Me dijo que
me lo había contado todo precisamente porque tenía la demostración de que era
verdad con aquella foto porque, sin ella, la historia parecería ficción.
Como he dicho
antes, el piso era bastante antiguo y casi todos los vecinos del edificio contaban
con una edad avanzada (de hecho Fermín comentaba entre dientes que su hija y
sus gemelitas se iban a mudar a un bloque de viejos), así que la curiosidad de
Antón y el azar de un encuentro casual con una vecina anciana muy dicharachera
revelaron que José y Marta fueron los primeros dueños de aquel piso, vendido y
comprado varias veces. Que fue una pareja muy enamorada, muy simpáticos y muy
felices hasta que ocurrió aquello.
Después de
muchos intentos fallidos Marta logró quedarse embarazada y fue ya casi a
término cuando detectaron que venían dos criaturas. Pero el parto fue muy
desgraciado, los cordones umbilicales estaban tan enredados que nada pudieron
hacer para salvarlos. Al revés, la sangría que provocó tanta intervención de la
matrona acabó también con la madre desangrada y le causó la muerte. Al final de
la década de los cuarenta no teníamos los adelantos médicos de hoy. Tampoco existía
la asistencia de sicólogos tras las desgracias. Una semana después de los
funerales José apareció muerto en una cama de hotel. El forense detectó
cianuro.
Varias veces
se vendió el piso a distintos dueños que casi nadie recuerda. Personas anodinas
y especulación inmobiliaria. También unos años cerrado, casi abandonado. Unos
okupas, un desalojo y una ejecución hipotecaria. Qué casualidad Fermín, dijo
Antón, llamarse tu hija Marta y tener gemelas. Espero y deseo que su estancia
en esta casa sea como la reparación de tanta infelicidad, que sea una nueva
oportunidad de vivir entre estas cuatro paredes. ¿Sabes Fermín? Yo le he quitado
al piso todo el papel pintado y ha sido como quien se va quitando la ropa hasta
quedarse desnudo, sin tapujos, sin secretos, dejando su alma libre y expedita.
Que nada tape ni tapone ahora la felicidad que merece tu hija.
Así me lo
contó Antón y así os lo cuento yo. La vida es una sucesión de casualidades como
estas, como otra es que yo me llame José, como tantísimos hombres. Como conocer
a una divorciada con dos hijas y enamorarse de las tres, otra casualidad. Antón
me contó cómo se inició todo, final no hay.
25 agosto 2019
EN VIA MUERTA (Microrrelato)
EN VIA MUERTA
Yo me encontraba, como otras muchas veces, en ese momento de la vida que todos conocemos alguna vez, que estás estancado, desorientado, indolente. Los días pasaban iguales, repetidos. Mis acciones no se diferenciaban mucho de mis omisiones y la sentimentalidad solo era un concepto del intelecto que, por otra parte, parecía aletargado. Era una persona sin origen ni destino. Hoy lo tengo claro, yo estaba esperando que tú aparecieras desde aquella oscuridad, desde la nada, me sacaras de aquel boquete y me pusieras en movimiento. Te esperaba.
Entonces te ví, como a través de una ventana, y una especie de voluntad incontrolada me llevó a tu lado. Sentí una sacudida en todo el cuerpo. Te acompañé, me acompañaste. Todo cambió.
Mis poros fueron despertando y trazaban en mi piel un mapa de sensaciones recuperadas y en mi pecho volvieron a anidar aquellas aves olvidadas. Me instalé en tí y en mí instalé también toda tu parafernalia. Contigo aprendí a prevenir encuentros inesperados, a adelantarme a los movimientos más incómodos, a anticiparme a las nuevas posiciones que me ofrecías. Contigo codo a codo.
A veces teníamos a nuestro alrededor, como una vorágine, el mundo. A veces todo abstracto, o puede que surrealista, no sé. Tú me llevabas de un sitio a otro sin que yo pudiera evitarlo, aunque con mi consentida aceptación. Pero sin poder imaginar a dónde me conducías o dónde ibas a ser capaz de dejarme al fin. Cada etapa que vivías conmigo te acercaba a mi olvido y, casi sin quererlo tú, volvería a ser un desecho tuyo. Hoy lo sé.
Nuestro encuentro promovió una relación sumisa para mí. Yo me sentía muy vivo pero no era capaz de tomar decisiones. Todo era orquestado por ti. Cierto que yo y todos mis sentidos funcionaban a tope, pero solo como un mero observador. Llegado un momento, crucial en nuestra relación, pude tomar una decisión, solo una desde que viajamos juntos. Sentí que, como presentía, el futuro que acechaba no era para mí, que de alguna manera, tu camino había sido también el mío pero que ya ahora me sentía seguro, en mi lugar, me encontraba en mi sitio, y decidí que aquella parada que hiciste era la señal para bajar del tren y dejarlo todo otra vez. Nada te afectó. Observé unos instantes cómo seguías tu ruta sin mirar atrás.
Dicen que el amor no tiene medida. Yo puedo decir que te quise un metro.
10 agosto 2019
SUBTERFUGIO (Microrrelato)
SUBTERFUGIO
Pero ¿qué me estás contando? Yo
nací el 22 de junio de 1980 y justo un año después se aprobó en España la ley
del divorcio. Mis padres fueron de los primeros españoles que se divorciaron.
Parece como si hubieran estado ahorrando para pagarse el divorcio desde el
momento en que ya se esperaba que no iba a tardar mucho en aprobarse la ley. Yo
tenía solo un año cuando mis padres lo firmaron. Pero espera, aún tengo que
decir más: a los pocos meses mi padre sufrió un accidente de tráfico que le
mantuvo en el hospital, muy grave, casi una semana. Hasta que no pudo más y se
murió.
¿Podéis imaginaros cómo crecí?
¿Qué tal si te cuento que no tengo ni una foto de mi padre? Absolutamente nada.
Mi madre se había encargado de quemar todo lo que no quería ver, todo lo que no
quería tener e incluso todo lo que no quería recordar de él. Los días siguientes al
divorcio hubo mucho fuego alrededor de mi cuna, aunque el verdadero incendio se
produjo casi un año antes, durante el embarazo, cuando se destapó la
infidelidad de mi padre y se hizo manifiesta la intención de mi madre de no
querer nada con él, nada de él. Esto que te digo lo sé de oídas, pero no de mi
madre, que jamás me habló mal de mi padre (tampoco tenía sentido hablarme mal
de alguien que ya no formaba parte de nuestras vidas, ni siquiera de este
mundo) sino de mis abuelos maternos que a veces el uno y otras veces la otra,
llenaban de historias y de cariño las tardes que pasaban conmigo después de
recogerme del colegio y hasta que mi madre venía a por mí, así me iban contando
las desavenencias que ellos habían vivido en vivo y en directo. Por cierto, los
otros abuelos también son dos desconocidos para mí, como mi padre, pues el
fracaso del matrimonio y la prematura muerte de su hijo, además (claro está) de
la negativa de mi madre a estrechar lazos con ellos, hizo que poco a poco se
desentendieran de nuestras vidas.
Desde bastante pequeño soy
consciente de que mi madre ha preferido vivir sola y solo conmigo. Según yo iba
cumpliendo años crecía mi admiración por ella porque a medida que yo formaba mi
personalidad ella demostraba a diario la suya. Cuento mi niñez y mi
adolescencia observando absoluto respeto a mi madre. No quiero extenderme en
explicaciones, solo pretendo que lo que te estoy confesando sirva para crear
una fuerte verosimilitud a lo que a continuación te digo:
Yo siento sincero respeto hacia
la mujer en general, me he criado en un ambiente organizado por una mujer que
siempre he visto como buena persona y ha sido sincera conmigo y ha puesto su
confianza en las personas que le importan. Poco a poco he ido comprendiendo la
importancia de los comportamientos en una pareja y he visto las graves
consecuencias que pueden acarrear los engaños y las mentiras. Por todo eso,
créeme, yo jamás engañaría a mi pareja, y ella lo sabe. Creo que debe estar
confusa con toda esa serie de casualidades que no comprende.
21 julio 2019
PEAJE (Microrrelato)
PEAJE
Tres años cambiaron todo
el paisaje.
Juan había trabajado esas
tierras toda su vida. Allí nació y allí sigue todavía, ochenta años después. Su
mundo era aquella casa de campo en la colina, aquellos valles y vaguadas,
aquellas lomas, las praderas, los sembrados y los barbechos. Desde los doce o
trece años trabajó la tierra con la yunta, con su padre hasta que murió, luego a
solas con su sombra, casi cincuenta años más. Dedicó toda su vida a labrar y cuidar
la tierra, acarició sus crestas, le dibujó horizontes, peinaba sus cosechas,
lavaba sus heridas, y hasta las propias arrugas de su rostro semejaban los
surcos del arado. La vida le regaló dos amores, una esposa durante casi diez
meses y una hija que se cambió por ella en el parto. Lentamente, sin
sobresaltos, el tiempo parecía no pasar, sino expandirse. Allí la teoría de la
expansión del universo se confirmaba mirando el tiempo, no el espacio.
Tres años lo cambiaron
todo.
Juan ya estaba entrando
en esa nebulosa expansiva. Su hija, por las mañanas, empezó a sacarle su sillón
al aire libre, a unos pasos de la casa, y lo sentaba mirando al oeste. La obra
de la autopista le entretenía, le fascinaba ver las máquinas abrirse paso por
los montes, avanzar y seguir avanzando. Él veía que aquella suerte de
construcción también lo era de destrucción. Los árboles grandes y altos que
durante muchos años habían albergado tanta vida, los pájaros con sus nidos, las
ardillas, sus propios brotes verdes, ya no estaban. Las aves seguían
revoloteando por allí, a veces se las veía, y a las ardillas también, pero estaban
como locas, desorientadas, irreconocibles. A Juan también se le descolocaban
sus recuerdos, sus constancias, sus querencias. Parecía que se iban, poco a
poco, tomando la autopista.
En tres años todo cambió.
Juan ya no reconocía su
casa de campo en la colina, ni sus valles y vaguadas ni sus lomas. Su horizonte
quedó plano, sin relieve. Limpios los arcenes, recta la calzada, todo gris. Ya
tampoco era Juan. Ni su sillón era el mismo.
- -- Papá, hoy vamos a contar cuántos coches de
color rojo vemos pasar ¿vale?
Así intentaba la hija
darle una ocupación a la mente de su padre, quería que permaneciera atento al
mundo y no absorto en la nada. Que estuviera comunicativo, que le hablara de
vez en cuando…
- -- Allí va uno… ¿ves, papá?
Tampoco ella se daba
cuenta de que todos los coches, de todos los colores, iban siempre en la misma
dirección (una colina separaba los carriles del otro sentido de la marcha, que
quedaban ocultos desde allí), que solo había viaje de ida, que de allí no se
regresa, que ya estaba en camino el coche negro, el último coche en la
autopista de Juan.
02 junio 2019
PASSE-PARTOUT (Narración corta)
Yo soy una chica muy curiosa. Me encanta enterarme de
cosas nuevas (aunque solo sean nuevas para mí) y preguntar por todos los
detalles. Pero no solo me interesan las novedades sino también las cosas
antiguas que no conozco y que, por lo tanto, son nuevas para mí (por eso el
paréntesis anterior). También soy aún muy joven, nací en la segunda mitad de
los noventa y mi uso de razón es entero del siglo XXI. Para quien me conoce,
todo esto es una obviedad, pero lo comento, o lo aclaro, para que se comprenda
mejor lo que voy a contarle (al menos la primera parte del relato porque la
segunda no se explica con esta introducción).
Desde que mis padres murieron en aquel extraño
accidente, hace ya algunos años, vivo sola en casa. Con lo que me dejó el
seguro pude levantar la hipoteca y puedo llevar una vida más o menos tranquila
administrando la pequeña galería de arte que me aventuré a poner en marcha. Quiero
traerme a mi abuela a vivir conmigo y vender o alquilar su casa, pero se niega
en redondo. Este hecho me obliga a visitarla a menudo porque también ella vive
sola y solo nos tenemos la una a la otra. Por eso no lo hago a mi pesar (lo de
visitarla a menudo), sino cada vez con más agrado.
A mi abuela le gusta mucho mirar fotos antiguas.
Muchas tardes, cuando voy a visitarla, saca un álbum grande y grueso o una
vieja caja de lata donde tiene cientos de ellas. A mí, acostumbrada a usar el
móvil para sacar fotos y el mismo móvil para verlas luego, y poder editarlas,
recortarlas o eliminarlas, me fascina el hecho de tener en las manos tantas
imágenes (muchas en blanco y negro) y no poder hacer otra cosa con ellas sino
solo mirarlas. Miro una y otra y otra y, en pocos minutos estoy al final del álbum,
y en unos pocos más ya he repasado toda la lata. Pero mi abuela no es como yo,
ella tiene otro “tempo”, se pone a mirar una foto y comienza a contarte
historias, qué día era aquel, quién era este o aquella o porqué se hizo la
foto. La abuela, que es tan calladita habitualmente, mirando fotos puede hablar
por los codos, aunque a veces se queda mirando alguna en silencio y prefiere
soltarla para coger otra y seguir contando historias. Un álbum de fotos en sus
manos es como una novela de muchas páginas. Aquella caja de lata, una
biblioteca.
Pero no tengo yo hoy la intención de contarle tantas
historias, ni siquiera alguna de ellas, no. Solo quiero contarle algo que
surgió paralelamente, algo oculto que, esta chica curiosa pudo descubrir entre
aquellas inalterables y sempiternas imágenes.
Yo iba separando las fotos, haciendo montoncitos con
ellas, según la abuela me contaba sus historias. Un montón para familia, otro
para amistades, uno más para viajes, en fin, ya sabe. En un mismo montoncito fui
guardando aquellas fotos donde se veía alguna persona que mi abuela no era
capaz de reconocer. Quizá parientes lejanos que se dejaron fotografiar en una
ocasión determinada, quizá amistades olvidadas porque no llegaron nunca a ser
más íntimas, o puede que simplemente fueran extraños que, sin pretenderlo, se
colaron por el objetivo de la cámara por casualidad, por haber estado por allí
en aquel momento. Extraños que se han convertido en familiares involuntarios. Fieles
acompañantes de papel. El caso es que entre ese montoncito de fotografías
localicé dos que hoy me quitan el sueño.
Una es de mi madre durante su viaje de luna de miel (según
dice mi abuela). Es París. Ella posa en los Campos Elíseos, con el Arco del
Triunfo detrás, con el sol parisino encerrado en su interior. Por la izquierda
de la foto se ve medio hombre, aunque el rostro se le ve completo, dando un
paso largo para colarse en un recuerdo que no era suyo. Bajo el brazo lleva una
carpeta roja, que se ve a medias, grande, como las que usan los dibujantes para
llevar sus bocetos. Las conozco bien gracias a mi actividad como galerista.
En la otra fotografía también se ve a mi madre. Mi
abuela cuenta que con esa foto mis padres le dieron la noticia de que se
encontraba embarazada de mí. Por lo poco que se ve al fondo, el paisaje parece
ser Madrid, puede que Barcelona, por los edificios y el ambiente parece España,
pero podría ser cualquier otra gran ciudad europea. Ella está muy guapa, con el
semblante alegre, sentada en la terraza de alguna cafetería, copa en mano,
haciendo el gesto de brindar con quien toma la foto y con quien la mire. Pero
por detrás de la escena se ve otra mesa donde está sentado un hombre que toma
café y que tiene en el suelo, apoyada sobre el lateral de su mesa una carpeta
roja, como la que he descrito antes, que también se ve a medias.
Cuando las tuve juntas, una foto en cada mano, miraba
una y miraba la otra y no podía entenderlo. El hombre sentado y el medio hombre
del paso largo era la misma persona. Estoy segura. Y portaban la misma carpeta.
Sin ninguna duda. Así de claro, pero también de incomprensible. ¿Extraños casuales?
¿Gente de la calle que pasaba por allí? En las dos fotos, aunque sin demasiado
detalle, se aprecia bien el rostro. Estoy segura de que se trata de la misma
persona.
En ese caso, sin duda, la segunda foto también habría
sido tomada en París, de otro modo sería muy improbable tanta casualidad. Pero
entre una foto y la otra debía mediar aproximadamente un año de intervalo
porque en una foto mi madre tenía un peinado de pelo corto que dejaba ver sus
perfectas orejas y en la otra lucía una melena por encima de los hombros. La
ropa en ambos casos era primaveral o incluso de verano, por eso digo que al
menos un año, o puede que dos, pero no más, porque el hombre de la carpeta roja
no mostraba ningún cambio de aspecto.
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Han pasado algunos meses desde que escribí esto, casi
un año.
Desgraciadamente, mi abuela se sintió indispuesta y me
llamó por teléfono. Solicité una ambulancia y acudí rápidamente en su auxilio.
Aún llegué a tiempo de verla viva unos minutos. Pero fue un derrame cerebral
cruel y casi fulminante. El último gesto en su semblante, sin embargo, no fue
de dolor sino más bien de conformismo o de rendición. Jamás olvidaré la
sensación de paz que emanaba y que le vi en su mirada. Este inesperado y
doloroso suceso propició que se borrara del mapa de mis preocupaciones (al
menos temporalmente) el misterio del personaje de la carpeta roja.
Tras algunas semanas que pasé con bastante
desconcierto, comencé a tener episodios de dolor y de rabia intentando asumir y
aceptar que ahora estaba sola en el mundo, decidí volver a tomar las riendas de
mi vida y tracé planes para recuperar el control de mis días.
Mi abuela lo tenía todo muy preparado y resuelto y no
hubo ninguna complicación con sus últimas voluntades. El notario me entregó
todos los documentos de sus propiedades, su casa, sus cuentas bancarias y sus
enseres. En fin, no quiero entretenerme con estas cosas sin interés que, como
no pudo ser de otra manera, se sucedieron con naturalidad y con normalidad.
Contraté una empresa para que pusiera orden en la casa
de la abuela (ahora de mi propiedad) y concedí permiso expreso para que se
pudiera tirar todo aquello que, a criterio de los operarios, no mereciera
conservarse. Delegué esa tarea a conciencia, sabiendo que yo no sería capaz de
desprenderme sin remordimientos de tantas cosas que habían sido guardadas tanto
tiempo con cariño (quién sabe por qué razones).
La empresa hizo su trabajo y me envió un correo
electrónico para comunicarme el final de sus actuaciones. En él me aclaraba que habían dejado en el
inmueble una carpeta que, si bien lucía bastante deteriorada, su contenido
pudiera ser valioso, por lo que lo mejor sería que “usted misma decida su
suerte”, decía textualmente el mail, que adjuntaba una foto de la mencionada
carpeta. Mi corazón se puso a dar botes en mi pecho.
El correo me llegó estando yo en Málaga negociando el
trato para la próxima exposición de pintura en mi galería. Me entrevistaba con
Juan Manuel (así firma sus obras), un hombre maduro, sexagenario ya, aunque pintor
emergente y alternativo, aún poco conocido, pero dueño de un pincel de
búsquedas constantes. Notó mi turbación y me ofreció asiento y un vaso de agua
fresca. Muy comprensivo, sin preguntar, dejó que yo aplazara el encuentro, me
pidió un taxi para el aeropuerto y me acompañó a la puerta. Inicié el viaje de
regreso a casa impaciente por ver qué podía contener la carpeta roja. Estaba
segura de que se trataba de la carpeta roja que había visto en las fotografías
de mi madre, pero no podía comprender cómo mi abuela no solo no me había
hablado de ella, sino que incluso me la había ocultado. Durante el vuelo hice
toda clase de absurdas conjeturas. Llegué tarde y bastante cansada a casa.
Después de la ducha y de una frugal cena me fui a dormir pensando en
inspeccionar la carpeta por la mañana. Pero la noche solo estaba empezando.
A las 5.45 de la mañana me despertó la llamada de la
policía. Me avisaban de que se había producido un robo en mi propiedad (la casa
de mi abuela) y que debía personarme en el lugar para hacer una relación de los
objetos robados y adelantar una estimada valoración de los mismos, para más
avanzada la mañana, presentar la correspondiente denuncia. Llegué bastante
pronto, a esas horas el tráfico es fluido, y fui recibida en el portal por una
pareja de policías que, tras comprobar mi identidad, me explicaron paso a paso
(fue casi como un tutorial) todo lo que tenía que hacer, primero en la comisaría
y luego en mi compañía de seguros. Yo estaba ansiosa por acceder al interior de
la vivienda para buscar la carpeta roja, aquella misteriosa carpeta roja que
había vuelto a ocupar mi mente después de casi un año sin preocuparme ni
siquiera acordarme de ella, pero aún me hicieron esperar un rato porque se
estaba realizando la inspección ocular y la toma de fotografías y de posibles
huellas.
Hasta casi las diez no pude entrar en la casa. La
carpeta roja estaba allí pero no había nada en su interior. En la denuncia que
presenté horas después adjunté una copia impresa del correo electrónico que me
remitieron acerca de aquella carpeta. Era la única evidencia que tenía de que
algo valioso pudiera haber contenido. Hoy, cuatro meses después, que nada se de
las pesquisas policiales (si las hay), el seguro me comunica que no considera
ninguna indemnización. Me encuentro pues en vía muerta, este tren no me lleva a
destino alguno.
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Retomo de nuevo estos apuntes tras otros varios meses
de parón pues creo haber encontrado una pista que puede ser reveladora: Yo estoy
registrada en un servicio de internet que ofrece información puntual acerca de
las exposiciones de pintura que se realizan en las galerías que estamos dadas
de alta en el portal, así, de las que yo organizo en mi sala, consigo una
cobertura más internacional, y conozco otras galerías y otros autores de los que de otra manera jamás tendría
conocimiento. El servicio está enfocado sobre todo para uso de coleccionistas
de arte (no sabéis la cantidad de divisas que pueden mover) ávidos por hacerse
con obras de arte o para seguir especulando con ellas. Mensualmente llega a mi
cuenta de correo de la galería de arte una gaceta informativa (que a veces ni
me molesto en mirar) que inesperadamente en este último boletín me ha puesto de
nuevo el corazón en vilo. Veo que la semana que viene se inaugurará en una
Galería de París una exposición de dibujos de un tal Juan Manuel. No viene su
foto así que no puedo saber si se trata del pintor que traté de captar en
Málaga, pero lo que más me conturba es la imagen que acompaña el anuncio de la
exposición. Se trata de un dibujo a lápiz plomo y sanguina, el retrato de una joven que
tiene un alarmante parecido con la joven que fue mi madre. Por otro lado,
también en internet he averiguado que en Málaga existe una filial de la empresa de mudanzas
con la marca “Juan Manuel e hijos S.L.”
Ya tengo el viaje comprado y la reserva de hotel en París.
El lunes os cuento.
28 abril 2019
NOTAS (Microrrelato)
HISTORIAS DE RISA PARA NO REIRSE
Capítulo 3
- Estaban acostumbrados a no verse todos los días. El
trabajo de ambos les exigía turnicidad y los dos tenían asumido ese
contratiempo en su convivencia. Quizá se podría decir que ninguno lo
consideraba como un contratiempo sino que casi lo tenían como una ventaja, ya que
les ayudaba a mantener la relación más fresca e intensa, esquivando la
monotonía que suele instalarse en las vidas rutinarias y repetitivas. Eso
decían a sus amistades. Vivían tanto tiempo solos uno y otro que la persona
encargada de la limpieza y el mantenimiento del apartamento no pensaba que allí
conviviera una pareja de enamorados. Ni siquiera veía ropa para dos.
Tenían muy perfeccionado el sistema de las notitas
escritas. Lo usaban para casi todo: “Cuando puedas pasa la aspiradora” o “El
congelador está casi vacío” o “Ya ha venido el de la inmobiliaria y le he
pagado el alquiler” o “Hoy te he echado de menos muy especialmente, te quiero”
o “Estoy deseando que llegue ya el día uno” o “Avión ya”.
En una cajita de cartón decorado, comprada en los
chinos, guardaban sistemáticamente las notitas una vez que ya se habían leído.
Era como un álbum de recuerdos, algunos banales y otros más trascendentes.
Entre las entrevistas realizadas a sus amistades y a
los trabajadores del casero y el análisis del interior de esa cajita, Sr.
Comisario, hemos podido determinar que a esta pragmática parejita de
homosexuales (o a este par de maricones, como a usted le gusta llamarlos) no les
ha pasado nada, excepto que les han allanado y robado el apartamento. Ellos se
encuentran de viaje celebrando su 25 aniversario y, gracias a sus allegados, ya
hemos podido contactar telefónicamente con ellos para darles conocimiento del
hecho.
- Muy bien, Pérez. ¿Les ha informado de sus derechos
como víctimas? ¿Qué han dicho? ¿Van a denunciar?
- Sí, Sr. Comisario, van a poner la denuncia por el
robo y van a interponer una querella contra usted por delito de odio.
24 febrero 2019
ALUSIÓN, ILUSIÓN (Microrrelato)
ALUSIÓN, ILUSIÓN
En su programa siempre intentaba que los oyentes
participaran. Y no solo en directo a
través del teléfono sino también por otros medios. Cada noche facilitaba la
dirección de correo electrónico, un apartado de correos y el número de móvil
donde recibía los WhatsAap.
La franja horaria que el programa ocupaba en el aire era
bastante intempestiva pero, asombrosamente, la gente participaba como si fuera
de día y había cientos de llamadas.
La estructura del programa era sencilla: Tras los saludos
iniciales, el locutor proponía un tema de debate y leía un texto, generalmente
escrito por él mismo. Luego daba un tiempo prudencial para meditar con algún
tema musical (qué bien los seleccionaba, siempre a colación del tema) y ya después
comenzaba la participación.
Aquella noche el tema fue “sentirse aludido”. Con voz evocadora, y a ratos trémula, habló de
un despertar juntos en alguna habitación de hotel, de un desayuno sin prisas,
de un paseo por la ciudad, bebiendo de las fuentes sus aguas frescas. Proyectó
una búsqueda, un querer, una intención de ser. Recordó una playa solitaria tan
temprano, un amanecer con olas, una marea. Enarboló besos y relató silencios
misteriosos. Una ventana abierta y aquella puerta que se cerró inesperadamente,
¿por qué viento? ¿qué pasó?
Entonces quise llamar. Pero preferí estar a la espera y ver
si llamaba ella.
27 enero 2019
CRONO (Microrrelato)
CRONO
Miró a su alrededor buscando alguna cafetería pero su vista
se detuvo en un comercio que parecía ser nuevo. Nuevo es un decir, pensó,
porque tenía toda la apariencia de llevar allí un siglo. No sabe qué le llevó a
la puerta. Era una tienda de antigüedades.
Decidió entrar solo por curiosear y matar el tiempo.
Miró toda una galería de recuerdos ajenos que luchaban por
durar detrás de las vitrinas. Aún quince minutos para la cita. El anticuario
pone en venta objetos con historia, se dijo para si.
Abanicos con firmas de toreros que han sobrevivido a la
mujer de mantilla, pitilleras de plata con iniciales grabadas, alhajas de oro
viejo diseñadas por un desaparecido. Diez minutos.
Relojes, cachimbas, estilográficas, cartas nobles de amores
vulgares.
Un viejo, dueño de tanto residuo, con esa voz inconfundible
de las pesadillas y esa lengua bífida de tiempos, ante el vago interés de la
visitante, acomodaba el precio de todo pidiendo cada momento menos por algo que
cada vez, decía, vale más. Seis minutos.
Necesitaba un leve descanso. Perder algunos años de la suma
total de siglos que habitaban en ella. Cinco.
Salvarse de esas garras artrosis incurable, de esa mirada,
resquemor puro, cuatro, de ese lapidario, de ese museo-mausoleo insolente donde
todo se revuelve en compañías impertinentes. Y aquel espejo. Tres.
Mira una vieja foto. Una mirada límpia que el color sepia distorsiona
en el daguerrotipo la mira ahora. De frente. Una frente a otra. Dos.
Dos ojos que la desarman, que la hacen desprenderse del
tiempo real, desasirse del espacio, del aire. Uno.
Una atracción irresistible hace que robe esa imagen. Y deja
en su lugar el billete del metro que aún tenía en su mano. A través del cristal
mira la calle y ve que su cita la espera. La espera. La calle. El otro lado del
cristal. Ninguno. Se acabó el tiempo.
Nota del autor: Este pequeño relato que firmo no nace de mi
inventiva, yo solo lo reproduzco tal y como me lo contó aquella inquietante
persona de la que solo recuerdo haberle comprado este antiguo billete de metro
y que guardo no sé muy bien por qué.
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