LÉEME EN TU IDIOMA

23 junio 2019

AZULES MÁGICOS (Literatura juvenil)



Todos estábamos nerviosos y no parábamos de hacer ruido y de dar la lata. Estábamos deseando salir ya del colegio y llegar a casa para contarle a nuestros padres que íbamos a ir de excursión al campo al día siguiente, que era sábado. Teníamos que llevar cada uno nuestra comida y la profesora nos había aconsejado de qué forma tendríamos que ir vestidos y calzados para pasar un día correteando por praderas y montes. También ella nos había dado a cada alumno una copia de una carta que había escrito para nuestros padres. Era una carta muy bien escrita y fue al verla cuando averigüé que mi profesora tenía un ordenador con impresora (tenía que ser de ella porque el colegio no disponía de ninguna). La carta informaba a los padres de las horas de salida y regreso del autobús, del lugar de la excursión y del número de monitores que irían con nosotros:
SALIDA: 09.30 HORAS
REGRESO: 19.00 HORAS
LUGAR
LA PARRA
CUIDADORES
12 MONITORES
Este recuadro me lo aprendí de memoria para decírselo de carretilla a mis padres y así lo hice cuando llegué a casa, aunque ellos (mis padres) no entendieron nada hasta que no leyeron la carta. Antes de que papá y mamá dijeran “sí” una vez yo ya había dicho “por favor” nueve veces, así que puse manos a la obra y preparé la ropa más apropiada según las indicaciones de doña Laura. Luego me bañé bien todo el cuerpo y el pelo, me limpié las orejas con bastoncillos, me corté las uñas de pies y manos (bueno, las de la mano derecha me las cortó mi madre porque no manejo bien el cortaúñas con la mano izquierda), me puse el pijama y me presenté en la cocina dispuesto ya para cenar.
-          ¡Pero si aún ni siquiera has merendado, hijo!
Era verdad, apenas hacía dos horas que había vuelto del colegio, así que debían de ser las siete, más o menos.
-          No importa mamá, hoy quiero acostarme temprano para estar mañana en forma.
-          Bueno, pues ayúdame a prepararte la mochila y luego te prepararé una buena merienda-cena para que puedas acostarte.
No recuerdo bien todo este rato después, yo estaba pensando en la excursión y no me daba cuenta ni de lo que estaba comiendo. Tampoco comprendí qué quería significar mi madre cuando dijo eso de “si no lo veo, no lo creo”. Dormí como un angelito.

Cuando mi padre vino a despertarme, yo ya estaba casi vestido y, al contrario que todos los días, fui yo quien tuvo que esperar a que me hicieran el colacao. Mamá acabó de guardar los bocadillos y el chocolate en la mochila justo cuando yo acabé mi desayuno, así que me la puse a la espalda y le pedí a papá que no tardara, que yo lo iba a esperar en el coche. No hizo falta pues bajó conmigo. Me hizo prometer que tendría mucho cuidado y que no me separaría del grupo. Cuando llegamos al coche me ofreció el asiento delantero, eso era muy raro, siempre decía que los niños debían ir en los asientos traseros, por eso lo miré extrañado. Me dijo sonriendo “hoy es un día especial”.
Al llegar a la puerta del colegio vimos el autocar a medio llenar y la profesora, en la puerta, con su gorrita roja y azul, parecía el inspector de la línea municipal de autobuses, aunque nos saludó desde lejos como si fuese un militar. Cuando estuvimos cerca le dimos los buenos días y ella preguntó si lo teníamos todo preparado, si habíamos olvidado algo, si pensábamos pasarlo bien, si traíamos algún instrumento musical… contestamos sí, creo que no, claro que sí, ah pues no… y ella no supo qué decir.
Me despedí de mi padre y entré en el autocar para sentarme, pero solté mi mochila en el asiento y volví a bajar. Mi padre estaba saludando a don Pedro, a don Andrés, a don Juan y a don Antonio, entonces tuve que saludar a Pedrito, a Andresín, a Juani y a Toñete. Por fin llegó la hora de partir. Doña Laura pasó lista mientras nos íbamos colocando en nuestros asientos, se cerró la puerta del autocar y arrancaron los motores. Todos nos pusimos a decir adiós por las ventanillas y cuando por fin el autobús se movió teníamos los brazos cansados de tanta despedida.
Ya en carretera empezamos a cantar las canciones que se cantan en los autocares y casi sin darnos cuenta llegamos al lugar establecido, La Parra. Todos nos repartimos entre los monitores para mayor seguridad. Fue entonces cuando me di cuenta de que éramos 64 en total. Por supuesto, yo me integré en el grupo de doña Laura.
Cada grupo preparó una pequeña incursión por el campo y todos quedamos citados en aquella explanada para la hora del almuerzo. Nos dirigimos pues, nuestro grupo, hacia una plantación de girasoles en donde nuestra profe pensó darnos una charla sobre cómo crecían y cómo su flor giraba en dirección al sol. Aquello tenía lógica: gira-sol. Me llamó mucho la atención y me acerqué a comprobarlo por mí mismo. Entré por una calle de girasoles altos y, de pronto, me di cuenta de que no podía volver con el grupo, las plantas formaban calles y las calles esquinas, y las esquinas, rincones, y aquello no era otra cosa sino un laberinto de girasoles. En la feria del pueblo ya había visto yo laberintos de cristales y espejos y yo había aprendido el truco de que, mirando hacia abajo, a la parte donde se unen la pared y el suelo, se nota por donde va el camino porque se ve donde hay y donde no hay reflejos. Pero este laberinto no era una atracción de feria sino un gran problema que resolver, así que decidí seguir estrategias.
La primera estrategia que pensé era dar media vuelta y volver sobre lo andado, pero en esta época del año que es tan seca y calurosa la tierra de labor está muy suelta y no se aprecian las huellas. Pensé entonces camina alternativamente hacia derecha e izquierda. Comencé a caminar, pero me atacaron los insectos y tuve que retroceder. Tomé aliento y comencé a caminar de nuevo, pero esta vez, dando palmadas en el aire y zapatazos en la tierra para cargarme aquellos bichitos. Al principio no eran muchos y no acudían demasiado rápido, así que pude deshacerme de ellos. Fue entonces cuando apareció ante mi vista un cartel que decía “NIVEL 2” y empezaron a salir insectos de todos lados. ¿Qué significa esto?, me pregunté, pero el ataque de mosquitos, hormigas y otras muchas especies, no cesaba, era necesario repelerlo y ocupaban toda mi atención sin dejarme pensar en nada. Aun así, después de ejercitarme largo rato en la lucha anti-insectos con gran éxito, empecé a pensar qué podría estar ocurriendo. Ahora mis movimientos eran reflejos y mecánicos casi, y esto me permitía pensar mientras seguía matando mosquitos y hormigas (de vez en cuando un escarabajo que valía más) todo esto de un modo casi automático.
Me di cuenta rápidamente de que aquello parecía uno de aquellos juegos de ordenador a los que mi amigo Ramón me había invitado a jugar alguna vez en su monitor. Monitor… monitor… No sabía si tendría algo que ver… pero recordé que en nuestra excursión viajaban 12 monitores. En ese momento se abrió ante mí una nueva visión del laberinto de girasoles: las esquinas que formaban en su retorcido discurrir formaban un cuadrado perfecto de calles que se cruzaban entre sí. Observándolo mejor me percaté de que no era un cuadrado perfecto sino una sucesión de ellos en todas las direcciones, arriba, abajo, derecha, izquierda y en ambas diagonales, pero… un momento, allí se acababan los cuadraditos, que habían formado entre ellos un cuadrado mayor que contenía a todos los demás. Conté hasta ocho en horizontal y otros ocho en vertical, así que había… 8 x 8 = 64 cuadraditos… ¡64 era el número de excursionistas que habíamos venido! ¿Sería solo otra casualidad? En la esquina inferior izquierda se podía leer: “White play W. Black play B” … ¡Ahora era un tablero de ajedrez que me invitaba a jugar! Pero, ¿qué estaba ocurriendo aquel día en el campo? Todo aquello era increíble… ¡Tenía que hacer algo!... Pensar, pensar, pensar… Veamos, si aquello eran juegos de ordenador ¿dónde estaba el teclado? Y ¿qué lógica secreta ordenaba que fuesen esos juegos y no otros? ¿de qué manera podía yo elegir otros juegos?
Mientras intentaba razonar de todas las formas posibles para averiguar la clave de todo este embrollo se iban sucediendo pantallas ante mi vista, todas ellas diferentes… insectos, ajedrez, sellos y monedas, naipes, circuitos de velocidad… de alguna manera extraña todo empezaba a tener sentido: de los 12 monitores que venían con nosotros, uno era un maniático del ajedrez, otro era aficionado a la filatelia y a la numismática y otro hacía juegos y trucos con las cartas. A estos los conocía yo bien, pero, además, en alguna ocasión, había visto casualmente a otro de ellos en el circuito y, sin duda, el mote de “el mosca” que mis compañeros de cole le habían puesto a otro de ellos, venía a cuenta de su afición por las colecciones de insectos. Así que eran las aficiones preferidas de mis monitores las que me estaban incitando a participar en ellas. Pero mi intuición me decía que no debía aceptar jugar a nada que me fuera impuesto de forma insistente, sin embargo noté una fuerte atracción, irresistible diría yo, que me anulaba la voluntad y la resistencia, con un juego nuevo para mí, jamás visto antes de ahora, y que además coincidía con las aficiones literarias de doña Laura: se me invitaba a dejar libre mi fantasía pero dotándola de un instrumento mágico que fuera capaz en cada momento de conectar con la compleja explicación lógica del entendimiento y del conocimiento, ese instrumento era el lenguaje. Se me invitaba, en definitiva, a crear un cuento y vivirlo en ese mismo momento, pero no solo eso, sino que, por añadidura, tendría que escribirlo. Yo nunca había intentado cosa semejante y la idea me fascinó. Tanto que no pude resistirme y entré en él.
Entonces me di cuenta de que había elegido opción y todo lo que antes os he relatado no era más que el “menú” previo. Ciertamente, ahora era mi voluntad la que imperaba. Solo sucedería lo que yo quisiera que sucediese y de la forma que yo decidiese y en el justo momento que yo eligiese.
Recordé el recuadro
SALIDA: 09.30 HORAS
REGRESO: 19.00 HORAS
LUGAR
LA PARRA
CUIDADORES
12 MONITORES
que tenía aprendido de memoria y pensé que no había surgido espontáneamente de mi inventiva, así que decidí modificarlo y me puse a pensar cómo lo haría.  Noté entonces que el estómago se hacía sentir pues desde el colacao que me hizo mi madre no había vuelto a tomar nada. Por eso se me ocurrió comerme algunas letras y algunos números de aquel cartel. Así lo hice con gusto, me sorprendió comprobar el diferente sabor de cada letra y me llamó la atención lo apetitosos que estaban algunos números. Cuando calmé el hambre aún quedaban signos y quise componer algo con ellos:
  S      9.  0 HS
RE 19O
AR
LA PA
ADES
1  TO S

No se me ocurría nada así que, por si acaso, almacené aquellos signos para cuando me fuesen útiles y me dispuse a jugar ya de verdad. ¿Os imagináis cómo se ve el agua de una piscina desde el trampolín? ¿Os podéis imaginar cómo se desea entrar en esa agua cuando tienes calor? Y ¿habéis analizado alguna vez lo que sentís cuando entráis de cabeza en esa agua fresquita de la piscina? Ahora yo estaba dentro de aquella piscina, dentro del juego, yo mismo formaba parte de mi propia fantasía, de aquel mundo mío, pero de alguna mágica forma extraña porque yo no estaba imaginando sino viviendo todo aquello.

En ese mundo que yo creí mío, había dos templos con tradición iniciática en los misterios mágicos. Eran Dendera y Abydos. Yo era consciente de todos estos conocimientos como si me hubiesen sido regalados e inyectados en mi memoria de forma instantánea. Y yo consideraba a Dendera como el captador de futuros magos y formador de los mismos, y a Abydos como el templo consagrador donde se hacían los rituales de alta magia.
Cuando se celebraban los misterios mágicos, en Dendera se hacían rituales públicos consistentes en una procesión de las partes del cuerpo del mago. Cada parte, representada en barro amasado con trigo, provenía de una provincia del país, culminando con la unión de todos los trozos que formaban la figura completa del mago que, en procesión, entraba en el templo. Pero ahí ya no podía entrar todo el mundo, tan solo unos pocos, el mago porque ya había alcanzado todos los grados máximos de iniciación, los sacerdotes y sacerdotisas, los selladores, los escribas y los iniciados. Según iba entrando la procesión por las distintas cámaras del templo los selladores iban cerrando las triples puertas (de oro, plata y bronce) poniendo un sello en ellas y dejando atrás a los que no habían alcanzado el grado de iniciación suficiente como para pasar a la siguiente cámara. Quienes conseguían llegar a la novena cámara (el número nueve siempre ha sido considerado mágico y símbolo del fin) pasaban a ser sacerdotes o sacerdotisas oficiales del templo al que se les destinase. A la última cámara solo podían acceder el Mago, un sellador, un escriba y, eventualmente, el nuevo candidato para ser nombrado Mago.
La magia partía de la base de que todo el universo era una vibración de mayor o menor intensidad. Que el Sol era una fuente inagotable de energía y que cada estrella, cada planeta e incluso cada ser natural, por pequeño que fuese, también tenía su energía, aunque con distinta tasa vibratoria y diferente medida. El Mago conocía de una forma total y absoluta las distintas energías de la naturaleza y cómo canalizarlas. En los ritos mágicos se utilizaban colores, el azul para representar a Dendera y el blanco y verde oscuro (nocturnidad) para Abydos. Los tres colores unidos conforman el turquesa, color mágico que se repetía en todo el mundo que tenía delante de mí.
El camino a seguir estaba claro, primero debería ingresar en Dendera para intentar conseguir un grado de iniciación lo suficientemente bueno como para que los sacerdotes se fijasen en mí, por tanto, amasaría con barro y trigo una parte de mi cuerpo para unirla con las otras partes de los otros iniciados de las demás provincias y entre todos formaríamos el cuerpo del Mago con el que entraríamos en Dendera en procesión. A partir de ahí, debía de estar muy atento si quería llegar a la novena cámara, tendría que ser nombrado candidato a Mago y lograr ser elegido.
Teniendo claras mis ideas, comencé el camino. Inicié así un periodo de gran actividad, muy adecuado para intensificar la actividad mental o para enfrentarme a problemas que requerían un tesón especial. Debía tener cuidado con las reacciones inesperadas o con mi propia agresividad ya que podrían meterme en verdaderos líos. Todo indicaba el inicio de un periodo importante de trasformación personal. Probablemente me esforzaba para cambiar ciertos aspectos de mi carácter y trataba de analizarme de forma más profunda a mí mismo. Las influencias de la magia tendían a estimularme la agudeza mental y me sentía especialmente preparado para los trabajos que requerían precisión y detalle. Ejercía autocontrol y evitaba las situaciones que conllevaban un cierto peligro para mí. Debía enfocar toda mi energía de una forma siempre constructiva para dar mayor impulso a mi aprendizaje porque experimentaba acontecimientos inesperados que podían romper mis esquemas. Necesitaba reaccionar rápidamente ante las circunstancias y tener una cierta capacidad de adaptación.
Mi cuerpo rebosaba vitalidad cuando llegué a las puertas de Dendera. Allí esperaba un anciano que con solo su mirada me comunicó que debía vaciar mis bolsillos para desposeerme de mis propiedades. Noté al anciano alterado de felicidad cuando vio las letras que yo guardaba
  S      9.  0 HS
RE 19O
AR
LA PA
ADES
1  TO S
y me dijo que era una necesidad del ser mágico que yo pasara urgentemente, pero que no olvidara entrar conmigo algo de barro y trigo para amasarlo dentro. Así lo hice y entré. Vi la sobriedad del azul en las majestuosas puertas de Dendera. Un sacerdote cuyas barbas eran de color turquesa y que sabía preguntar sin hablar, quiso saber si yo era el niño que había matado tantos insectos en el “NIVEL 2” y asentí. Me dijo que fueron exactamente 999 mosquitos, 99 hormigas y 9 escarabajos, que podía pasar al interior, que vendría conmigo y que nos acompañarían los selladores y los escribas. Hasta entonces no me había dado cuenta, pero detrás de mí se quedaban muchos niños llenos de picaduras en la cara y en los brazos, sacudiéndose el cuerpo de hormigas. No pude ver más detalles porque cerraron las tres puertas de la primera cámara.
Después tuve que explicar por qué había elegido entre todas las demás opciones la de escribir el cuento, que era, precisamente, la más difícil (menos mal que no me preguntaron cuándo pensaba hacerlo) y cuando di mis explicaciones oí los portazos metálicos de la segunda cámara. Ya en la tercera noté la necesidad de amasar la pasta de barro y trigo y me puse a ello. Mientras removía para que se mezclaran bien, pensaba en qué parte del cuerpo decidirme a representar. Si elegía una parte importante, como la cabeza, el tórax o alguna de las extremidades, parecería un tanto presuntuoso y, además, probablemente, incurriría en repetición con algún iniciado de otra provincia, pues era casi seguro que alguno entre tantos eligieran esas partes. Pero también pensaba lo contrario, o sea, que elegir una parte poco importante podía interpretarse como una falta de respeto y también de dignidad. Para decidirme tuve que recurrir al más puro y simple estado de relajación mental, la abstracción.
Me aparté del trato de la gente y empecé a considerar el aspecto de cada parte del cuerpo separada de los otros aspectos con los que se da en la realidad. Intentaba extraer de las imágenes sensibles de las cosas las ideas o conceptos universales, prescindiendo de los aspectos individuales y concretos en los que se encuentran realizados. Pero deseaba no reducirme simplemente a la operación intelectual de abstraer, sino que, además, hacía lo mismo con el contenido caracterizado por el sentimiento y pude sentir lo abstracto. Lo mismo hice con la sensación y con la intuición. Así llegué al conocimiento inmediato de la verdad de una cosa, sin necesidad de razonamiento.
Elegí el ojo, por fin, y lo moldeé con aquella pasta de trigo y barro. Exactamente cuando hube terminado llegó la hora de la composición de la figura del Mago para comenzar la procesión. Una intensa luz turquesa llamó mi atención y pude salir de mi estado para concentrarme ahora en la reunión con aquel sacerdote. Con él, estaban también mis compañeros Pedrito, Andrés, Juani y Toñete ¡qué sorpresa!, ellos estaban haciendo el mismo camino que yo, aunque ciertamente, habían llegado allí por otros derroteros inimaginables ahora.  Pero no debía entretenerme en pensamientos triviales y pedí permiso al sacerdote para componer ya la figura del Mago. Lo hube dicho y ya estuvo, en un tris.
El ser humano es zarandeado por fuerzas extrañas a su naturaleza (la necesidad impuesta de consumir, el esnobismo de aparentar, la quiebra de los valores éticos) y siente que tales fuerzas le sobrepasan. En aquella figura del Mago, compuesta por todos los trozos, se intuía la necesidad de poner orden en el desarbolado pensamiento del ser humano. Pero sucede que el pensamiento se reúne en el “logos” que es la inteligibilidad misma, la palabra. Contando la figura de la procesión, el sacerdote, un escriba, un sellador y mis cuatro compañeros y amigos y yo mismo, resultó que sumé 9, el número mágico, y, como por arte de magia, acudió a mí la palabra y expliqué:
Tres son las puertas de cada cámara, oro, plata y bronce. Tres son las membranas del ojo, retina, esclerótica y córnea. Y tres por tres son nueve que es el número que formamos y el número de cámaras que hay en Dendera. Nueve años tenemos cada niño y la suma de las edades de los cinco es cuarenta y cinco (9x5=45). La suma de las dos cifras de cuarenta y cinco es nueve (4+5=9). Tanto el escriba como el sellador tenían cada uno 18 años (1+8=9) y el sacerdote tenía 81 (8+1=9). También calculé mentalmente, por medio de la magia, que nueve elevado a la novena potencia arrojaba el resultado de 440.563.869, y que sumando sus cifras entre sí (4+4+0+5+6+3+8+6+9=45) daba de nuevo el número 45 que volvía a convertirse en 9. Esta fue mi explicación acerca de cómo y por qué elegí el ojo.
Después de mí, mis compañeros explicaron sus razones de haber elegido la mano, el oído, la nariz y la lengua, y quedamos sorprendidos al comprobar que habíamos elegido los cinco sentidos corporales. El anciano, que había permanecido impasible delante de nosotros escuchando nuestros argumentos y acariciando sus barbas de color turquesa, después de comprobar que el escriba había anotado bien todo lo allí hablado, ordenó al sellador que hiciese su trabajo. Pasábamos pues, a la cuarta cámara, pero una vez allí, me di cuenta de que ya no estaban conmigo mis cuatro amigos del colegio. El anciano me explicó que la cámara anterior era el cruce mágico de las nueve cámaras (3x3=9) y que mis compañeros estaban también en sus cuartas cámaras, cada uno por separado y cada uno con su propia procesión que, a su vez, era la misma para todos., Era la distinta tasa vibratoria y la distinta medida de nuestras energías lo que nos situaba a cada uno en un plano diferente de apreciación sensorial. Yo no podía verlos porque había elegido el ojo, en cambio, ellos a mí, no podían oírme, olfatearme, gustarme o palparme, según qué sentido había elegido cada cual. El mago conocía, como ya sabemos, las distintas energías de la naturaleza de una forma total y sabía también cómo canalizarlas. Reunió para sí los cinco sentidos de los que los iniciados nos habíamos desprendido y de esa manera pudo estar en mí y en cada uno de mis amigos. De alguna forma, el sacerdote ya era parte nuestra y también nosotros éramos parte suya. Aquel era, sin ninguna duda, el paso del ecuador en nuestra iniciación. Cruzamos de la cuarta a la quinta cámara. Oro, plata y bronce fueron sellados una vez más ante mi mirada expectativa.
Ya en la quinta cámara observé en mi piel ligeros reflejos azulados y pensé que serían producto de haber dado cabida en mi cuerpo al sacerdote de las barbas turquesa, pero pude comprobar que no era esa la causa: mi estancia en esta cámara estuvo promocionada y promovida por el azul turquesa, que paulatinamente me cedía sus tonalidades en la piel, su brillo en las uñas, su color en el pelo, su magia en mí. Yo asumía esa influencia mágica (no sé si decir mejor afluencia mágica) con naturalidad y sin sobresaltos porque siempre supe que no era la magia la que tomaba posesión de mí sino yo quien tomaba posesión de la magia. Así transcurrió mi estancia en esta cámara y no me extrañé cuando vi cerrarse las tres puertas nobles sin que hubiera pronunciado palabra alguna.
La sexta cámara era radiante. El azul se apoderaba de las formas de una manera simbiótica y no solo yo me convertía en azul, sino que, desde mi centro, una radiación, una vibración o una emisión azul turquesa se agrandaba y se extendía por toda la atmósfera hasta convertir todo el ámbito en una visión plana totalmente azul. Yo era la fuente de energía, pero me notaba perfectamente delimitado en mi entorno. Esta situación la recordaba como sensación en un momento anterior. Efectivamente, todo lo que había sucedido era exactamente lo que yo había decidido que ocurriera. Atravesé las tres puertas metálicas que tras de mí fueron selladas pensando llegar a la séptima cámara. Pero aquel fue el momento de mayor confusión de toda la odisea. O quizá fue el momento de mayor lucidez: Yo sabía qué poco espacio separaba lo verdadero de lo falso, qué débil era la frontera de la luz y las sombras, qué cercano el amor al odio, qué escaso el tiempo en la eternidad. Yo lo sabía todo. Todo menos dónde situarme en aquel momento. Siete artes, siete sueños, siete cielos, siete días en aquella séptima cámara que me hacía dudar de todo. Pero de pronto recordé el ojo que yo había modelado con aquella masa de trigo y barro, el ojo que me había privado de ver con claridad todos los ámbitos y las facetas de las cosas, el ojo que asimiló el sacerdote de las barbas turquesa, el ojo que me acompañaba en procesión, el ojo del Mago. ¡Claro! ¡Esa era la clave! El ojo del Mago, al igual que sus otros cuatro sentidos, era un órgano perfecto. El ojo del Mago era un ojo crítico. Me haría ver mi verdadera posición…
Haciendo uso de las enseñanzas que había adquirido en el trascurso de todo este proceso (o procesión) canalicé mi propia mirada a través del ojo del Mago y pude ver claramente cómo se sellaban las tres puertas de la octava cámara. Esa era mi posición correcta, la octava cámara. La séptima se había convertido en la octava cuando se disipó la duda, pues resolver una pequeña duda es en realidad un paso crucial en la vida. Allí me hicieron ver que ya era candidato a Mago pues partía ¿recuerdas? de la base de que todo el universo era una vibración de mayor o menor intensidad, que el Sol era una fuente inagotable de energía y que cada estrella y planeta, incluso cada ser natural, por pequeño que fuese, también tenía su energía, aunque con distinta tasa vibratoria y distinta medida… me hicieron ver que ya conocía de una forma total y absoluta las distintas energías de la naturaleza y cómo canalizarlas… De todo mi plan para llegar a ser Mago solo quedaba lograr ser elegido, pues ya era candidato, y según los rituales de la magia, como ya dije, el candidato podía pasar a la última cámara acompañado por el Mago, el escriba y el sellador.
Pasemos, pues. El Mago me miraba fijamente y ahora yo lo miraba como a un igual, por cierto, se parecía demasiado a mi profe. Sin preámbulos de ningún tipo me dijo escuetamente:
Demuéstrame tu magia escribiendo ahora este cuento que has creado.

Tuvieron que zarandearme para que despertara. Se me hacía tarde para ir al cole y ya se me estaba enfriando el colacao. La excursión del sábado había sido agotadora y no había descansado lo suficiente por la noche. Para colmo, ayer domingo conseguí un buen dolor de cabeza de tanto jugar al ordenador en casa de Ramón, así que también pasé una mala noche. Estaba rendido. Pero el deber era inexcusable, tenía que ir al colegio. Me vestí y calcé lo más rápido que pude. Me lavé la cara y me peiné. Tomé mi desayuno y guardé mi bocadillo para el recreo. Bajé con mi padre al coche y, como es natural, me senté en el asiento posterior y después de una pequeña cabezadita llegamos al colegia o la hora justa.
Una vez en clase, Pedrito, Andrés, Juani y Toñete me preguntaron si había traído el cuento escrito, pero, antes de poder reaccionar, doña Laura pronunció mi nombre:
Daniel Espinosa Guerrero
Mi nombre, en su voz, sonaba siempre como impregnado de una complicidad sin motivos.
Mis amigos tapaban sus risitas con sus manos azuladas… ¡Sorpresa! El corazón empezó a latirme muy deprisa. Mi profesora me dijo:
Daniel, ya he recibido tu cuento por mi impresora y quiero que sepas que ha sido el último en llegar a mi conocimiento.
Ya en el recreo, mientras nos comíamos el bocadillo mis cuatro aventureros amigos y yo, me di cuenta de que nosotros cinco éramos los únicos en toda la clase que teníamos los ojos tan azules como doña Laura. Cuando lo comprendí todo empecé a desear que llegara la noche, pues también comprendí que la noche era Abydos, el sitio, el lugar, el momento idóneo para los rituales de alta magia: el sueño.
Desde entonces duermo como un angelito.










02 junio 2019

PASSE-PARTOUT (Narración corta)




Yo soy una chica muy curiosa. Me encanta enterarme de cosas nuevas (aunque solo sean nuevas para mí) y preguntar por todos los detalles. Pero no solo me interesan las novedades sino también las cosas antiguas que no conozco y que, por lo tanto, son nuevas para mí (por eso el paréntesis anterior). También soy aún muy joven, nací en la segunda mitad de los noventa y mi uso de razón es entero del siglo XXI. Para quien me conoce, todo esto es una obviedad, pero lo comento, o lo aclaro, para que se comprenda mejor lo que voy a contarle (al menos la primera parte del relato porque la segunda no se explica con esta introducción).
Desde que mis padres murieron en aquel extraño accidente, hace ya algunos años, vivo sola en casa. Con lo que me dejó el seguro pude levantar la hipoteca y puedo llevar una vida más o menos tranquila administrando la pequeña galería de arte que me aventuré a poner en marcha. Quiero traerme a mi abuela a vivir conmigo y vender o alquilar su casa, pero se niega en redondo. Este hecho me obliga a visitarla a menudo porque también ella vive sola y solo nos tenemos la una a la otra. Por eso no lo hago a mi pesar (lo de visitarla a menudo), sino cada vez con más agrado. 
A mi abuela le gusta mucho mirar fotos antiguas. Muchas tardes, cuando voy a visitarla, saca un álbum grande y grueso o una vieja caja de lata donde tiene cientos de ellas. A mí, acostumbrada a usar el móvil para sacar fotos y el mismo móvil para verlas luego, y poder editarlas, recortarlas o eliminarlas, me fascina el hecho de tener en las manos tantas imágenes (muchas en blanco y negro) y no poder hacer otra cosa con ellas sino solo mirarlas. Miro una y otra y otra y, en pocos minutos estoy al final del álbum, y en unos pocos más ya he repasado toda la lata. Pero mi abuela no es como yo, ella tiene otro “tempo”, se pone a mirar una foto y comienza a contarte historias, qué día era aquel, quién era este o aquella o porqué se hizo la foto. La abuela, que es tan calladita habitualmente, mirando fotos puede hablar por los codos, aunque a veces se queda mirando alguna en silencio y prefiere soltarla para coger otra y seguir contando historias. Un álbum de fotos en sus manos es como una novela de muchas páginas. Aquella caja de lata, una biblioteca.
Pero no tengo yo hoy la intención de contarle tantas historias, ni siquiera alguna de ellas, no. Solo quiero contarle algo que surgió paralelamente, algo oculto que, esta chica curiosa pudo descubrir entre aquellas inalterables y sempiternas imágenes.
Yo iba separando las fotos, haciendo montoncitos con ellas, según la abuela me contaba sus historias. Un montón para familia, otro para amistades, uno más para viajes, en fin, ya sabe. En un mismo montoncito fui guardando aquellas fotos donde se veía alguna persona que mi abuela no era capaz de reconocer. Quizá parientes lejanos que se dejaron fotografiar en una ocasión determinada, quizá amistades olvidadas porque no llegaron nunca a ser más íntimas, o puede que simplemente fueran extraños que, sin pretenderlo, se colaron por el objetivo de la cámara por casualidad, por haber estado por allí en aquel momento. Extraños que se han convertido en familiares involuntarios. Fieles acompañantes de papel. El caso es que entre ese montoncito de fotografías localicé dos que hoy me quitan el sueño.
Una es de mi madre durante su viaje de luna de miel (según dice mi abuela). Es París. Ella posa en los Campos Elíseos, con el Arco del Triunfo detrás, con el sol parisino encerrado en su interior. Por la izquierda de la foto se ve medio hombre, aunque el rostro se le ve completo, dando un paso largo para colarse en un recuerdo que no era suyo. Bajo el brazo lleva una carpeta roja, que se ve a medias, grande, como las que usan los dibujantes para llevar sus bocetos. Las conozco bien gracias a mi actividad como galerista.
En la otra fotografía también se ve a mi madre. Mi abuela cuenta que con esa foto mis padres le dieron la noticia de que se encontraba embarazada de mí. Por lo poco que se ve al fondo, el paisaje parece ser Madrid, puede que Barcelona, por los edificios y el ambiente parece España, pero podría ser cualquier otra gran ciudad europea. Ella está muy guapa, con el semblante alegre, sentada en la terraza de alguna cafetería, copa en mano, haciendo el gesto de brindar con quien toma la foto y con quien la mire. Pero por detrás de la escena se ve otra mesa donde está sentado un hombre que toma café y que tiene en el suelo, apoyada sobre el lateral de su mesa una carpeta roja, como la que he descrito antes, que también se ve a medias.
Cuando las tuve juntas, una foto en cada mano, miraba una y miraba la otra y no podía entenderlo. El hombre sentado y el medio hombre del paso largo era la misma persona. Estoy segura. Y portaban la misma carpeta. Sin ninguna duda. Así de claro, pero también de incomprensible. ¿Extraños casuales? ¿Gente de la calle que pasaba por allí? En las dos fotos, aunque sin demasiado detalle, se aprecia bien el rostro. Estoy segura de que se trata de la misma persona.
En ese caso, sin duda, la segunda foto también habría sido tomada en París, de otro modo sería muy improbable tanta casualidad. Pero entre una foto y la otra debía mediar aproximadamente un año de intervalo porque en una foto mi madre tenía un peinado de pelo corto que dejaba ver sus perfectas orejas y en la otra lucía una melena por encima de los hombros. La ropa en ambos casos era primaveral o incluso de verano, por eso digo que al menos un año, o puede que dos, pero no más, porque el hombre de la carpeta roja no mostraba ningún cambio de aspecto.

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Han pasado algunos meses desde que escribí esto, casi un año.
Desgraciadamente, mi abuela se sintió indispuesta y me llamó por teléfono. Solicité una ambulancia y acudí rápidamente en su auxilio. Aún llegué a tiempo de verla viva unos minutos. Pero fue un derrame cerebral cruel y casi fulminante. El último gesto en su semblante, sin embargo, no fue de dolor sino más bien de conformismo o de rendición. Jamás olvidaré la sensación de paz que emanaba y que le vi en su mirada. Este inesperado y doloroso suceso propició que se borrara del mapa de mis preocupaciones (al menos temporalmente) el misterio del personaje de la carpeta roja.
Tras algunas semanas que pasé con bastante desconcierto, comencé a tener episodios de dolor y de rabia intentando asumir y aceptar que ahora estaba sola en el mundo, decidí volver a tomar las riendas de mi vida y tracé planes para recuperar el control de mis días.
Mi abuela lo tenía todo muy preparado y resuelto y no hubo ninguna complicación con sus últimas voluntades. El notario me entregó todos los documentos de sus propiedades, su casa, sus cuentas bancarias y sus enseres. En fin, no quiero entretenerme con estas cosas sin interés que, como no pudo ser de otra manera, se sucedieron con naturalidad y con normalidad.
Contraté una empresa para que pusiera orden en la casa de la abuela (ahora de mi propiedad) y concedí permiso expreso para que se pudiera tirar todo aquello que, a criterio de los operarios, no mereciera conservarse. Delegué esa tarea a conciencia, sabiendo que yo no sería capaz de desprenderme sin remordimientos de tantas cosas que habían sido guardadas tanto tiempo con cariño (quién sabe por qué razones).
La empresa hizo su trabajo y me envió un correo electrónico para comunicarme el final de sus actuaciones.  En él me aclaraba que habían dejado en el inmueble una carpeta que, si bien lucía bastante deteriorada, su contenido pudiera ser valioso, por lo que lo mejor sería que “usted misma decida su suerte”, decía textualmente el mail, que adjuntaba una foto de la mencionada carpeta. Mi corazón se puso a dar botes en mi pecho.
El correo me llegó estando yo en Málaga negociando el trato para la próxima exposición de pintura en mi galería. Me entrevistaba con Juan Manuel (así firma sus obras), un hombre maduro, sexagenario ya, aunque pintor emergente y alternativo, aún poco conocido, pero dueño de un pincel de búsquedas constantes. Notó mi turbación y me ofreció asiento y un vaso de agua fresca. Muy comprensivo, sin preguntar, dejó que yo aplazara el encuentro, me pidió un taxi para el aeropuerto y me acompañó a la puerta. Inicié el viaje de regreso a casa impaciente por ver qué podía contener la carpeta roja. Estaba segura de que se trataba de la carpeta roja que había visto en las fotografías de mi madre, pero no podía comprender cómo mi abuela no solo no me había hablado de ella, sino que incluso me la había ocultado. Durante el vuelo hice toda clase de absurdas conjeturas. Llegué tarde y bastante cansada a casa. Después de la ducha y de una frugal cena me fui a dormir pensando en inspeccionar la carpeta por la mañana. Pero la noche solo estaba empezando.
A las 5.45 de la mañana me despertó la llamada de la policía. Me avisaban de que se había producido un robo en mi propiedad (la casa de mi abuela) y que debía personarme en el lugar para hacer una relación de los objetos robados y adelantar una estimada valoración de los mismos, para más avanzada la mañana, presentar la correspondiente denuncia. Llegué bastante pronto, a esas horas el tráfico es fluido, y fui recibida en el portal por una pareja de policías que, tras comprobar mi identidad, me explicaron paso a paso (fue casi como un tutorial) todo lo que tenía que hacer, primero en la comisaría y luego en mi compañía de seguros. Yo estaba ansiosa por acceder al interior de la vivienda para buscar la carpeta roja, aquella misteriosa carpeta roja que había vuelto a ocupar mi mente después de casi un año sin preocuparme ni siquiera acordarme de ella, pero aún me hicieron esperar un rato porque se estaba realizando la inspección ocular y la toma de fotografías y de posibles huellas.
Hasta casi las diez no pude entrar en la casa. La carpeta roja estaba allí pero no había nada en su interior. En la denuncia que presenté horas después adjunté una copia impresa del correo electrónico que me remitieron acerca de aquella carpeta. Era la única evidencia que tenía de que algo valioso pudiera haber contenido. Hoy, cuatro meses después, que nada se de las pesquisas policiales (si las hay), el seguro me comunica que no considera ninguna indemnización. Me encuentro pues en vía muerta, este tren no me lleva a destino alguno.

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Retomo de nuevo estos apuntes tras otros varios meses de parón pues creo haber encontrado una pista que puede ser reveladora: Yo estoy registrada en un servicio de internet que ofrece información puntual acerca de las exposiciones de pintura que se realizan en las galerías que estamos dadas de alta en el portal, así, de las que yo organizo en mi sala, consigo una cobertura más internacional, y conozco otras galerías y otros autores de los que de otra manera jamás tendría conocimiento. El servicio está enfocado sobre todo para uso de coleccionistas de arte (no sabéis la cantidad de divisas que pueden mover) ávidos por hacerse con obras de arte o para seguir especulando con ellas. Mensualmente llega a mi cuenta de correo de la galería de arte una gaceta informativa (que a veces ni me molesto en mirar) que inesperadamente en este último boletín me ha puesto de nuevo el corazón en vilo. Veo que la semana que viene se inaugurará en una Galería de París una exposición de dibujos de un tal Juan Manuel. No viene su foto así que no puedo saber si se trata del pintor que traté de captar en Málaga, pero lo que más me conturba es la imagen que acompaña el anuncio de la exposición. Se trata de un dibujo a lápiz plomo y sanguina, el retrato de una joven que tiene un alarmante parecido con la joven que fue mi madre. Por otro lado, también en internet he averiguado que en Málaga existe una filial de la empresa de mudanzas con la marca “Juan Manuel e hijos S.L.”
Ya tengo el viaje comprado y la reserva de hotel en París. El lunes os cuento.