LÉEME EN TU IDIOMA

10 diciembre 2017

LA NORIA COTIDIANA (Literatura juvenil)


LA NORIA COTIDIANA
1
Se le moría el abuelo poco a poco. Como cuando uno se come un polo de nieve, así se iba consumiendo, ratito a ratito. Y los dos lo sabían. El abuelo porque todo le parecía más grande, más pesado, más viejo, y cada vez que pensaba en ello le quedaban menos ganas de aburrirse en todo ese tiempo que le había ido ganando al sueño, pero cada vez se aburría más. Y el chico lo sabía porque era muy observador. Desde hacía ya algún tiempo se venía dando cuenta de algunos detalles que le preocupaban. Antes, por ejemplo, el abuelo vivía intensamente cada estación del año:
En invierno salía a pasear sobre la nieve con su cacerola de hacer pucheros y regresaba con ella rebosante de nieve limpia que recogía para convertirla en agua fresca. Qué agua tan buena era aquella.
En primavera gustaba el chico de madrugar y salir al campo, muy lejos de la casa del abuelo, y llevarle flores (cada vez más bonitas y exóticas) de todos los colores. Porque el abuelo, a base de hervidos según una receta muy suya (ay, quién la supiera) fabricaba tintas de todos los colores. Y eran los colores más luminosos y límpidos que se hayan visto jamás.
En estas elaboraciones siempre le sorprendía el verano, y en verano su violín despertaba de su largo letargo anual llenando las calurosas noches de frescas melodías. Dejaban entrar las noches en sus vidas hasta que el chico gastaba todos los pellizcos para mantenerse despierto, hasta que el violín se estiraba en todos sus bostezos, hasta que, despacito, se soltaban los hilos que sujetaban allí en lo alto aquella luna grande, blanca, redonda.
Y era en otoño cuando el abuelo fabricaba papel. Sí, sí, también se hacía el papel. Para esto recogía las hojas secas que dejaban caer los árboles. Pero no creáis que valía cualquier hoja, no. Seleccionaba cuidadosamente qué hoja servía y cual no, porque el abuelo hacía un papel de mucha calidad.
Así que el abuelo solo trabajaba en primavera y en otoño cuando fabricaba tintas y papel. Y ¿sabéis para qué? No penséis que era escritor, no, ni pintor tampoco, nada de eso. El abuelo solo era amigo de aquel chico y aquel chico sí que dibujaba bien y hacía unos poemas la mar de preciosos. Por eso el abuelo fabricaba tintas y papel, para el muchacho aquel que un día, hace ya mucho tiempo, se acercara a él para preguntarle ¿cómo te llamas?
Pero todo esto fue hasta el otoño pasado porque ya en el invierno el muchacho observó que el frío había entrado en el corazón del abuelo. Y ahora que estamos en primavera, las flores se marchitaban antes de que el abuelo las eternizara como tintas de colores. Y como el muchacho se daba cuenta de todo esto, fue por lo que un día le dijo:
-          Abuelo, ya no queda tinta azul.
El abuelo le contestó que usara otros colores y se quedó callado, respirando el aroma que emanaba de aquella casa que recibía hojas secas en otoño, frío y nieve en invierno, todas las flores de la primavera y sol y luna durante el verano.
La cuestión era grave porque el chico, sin azul, tampoco tenía verdes ni violetas (el abuelo le había enseñado a hacer el verde con azul y amarillo y el violeta con azul y rojo) y claro, sin estos colores que son tan importantes no podía pintar gran cosa, así que cada día pintaba menos y escribía más, aunque tuviera que hacerlo en negro, en rojo o en amarillo. Y le sucedía que, si escribía con tinta negra le salía un poema muy triste y, en cambio, si lo escribía con rojo o con amarillo le quedaba más alegre y más bonito. Y eso, precisamente fue lo peor, porque el chico al darse cuenta de estas propiedades que tenían las tintas del abuelo, todo lo que escribía procuraba hacerlo con cualquier color menos con el negro y, así, poco a poco, todos los colores se fueron acabando.

2
Ocurrió una vez, cuando el abuelo era joven y el mundo era un pañuelo. Un día quiso pasear por la ciudad en vez de tomar el trolebús, así que recorrió todos los parques y todas las calles (esto solo era posible entonces que la ciudad no era un mundo) y fue de vuelta a casa cuando le ocurrió. Ya sé que es una historia increíble, pero hay que contarla porque lo que le ocurrió al abuelo aquel día no podrá pasarle nunca más a nadie más. Además, solo ha ocurrido una sola vez, que se sepa, y todo el mundo lo sabe: solo ocurrió aquella vez, aunque se haya contado tantas veces.
Sucedió que, en aquel paseo, tuvo que cruzar la vía del tren por un paso subterráneo y dio la casualidad de que el tren comenzó a pasar justo por encima cuando él estaba justamente debajo y no tuvo por más que esperar que aquel largo y ruidoso tren terminara su paso por encima de aquel paso. Digo no tuvo por más que esperar porque le dio tanta impresión que se quedó sin respiración todo el tiempo que tardó el tren en pasar que fue un santiamén muy largo. Pero esta experiencia, aunque le dejara un poco aturdido un momento, le gustó tanto que quiso repetirla así que se encaminó hacia la estación de Renfe y preguntó todos los horarios de todos los trenes y, como el señor que había en la ventanilla tenía muchas cosas que hacer, le regaló una hojilla donde tenía impreso con numeritos pequeños lo que él buscaba, y cuando llegó a casa, él mismo se hizo otra hojilla adelantando en doce minutos todos los horarios porque ese era el tiempo  que empleaban los trenes en ir desde la estación hasta el paso subterráneo y así obtuvo un horario ajustado para el paso aquel. Al principio solo iba a sufrir los temblores que provocaba el paso de los trenes cuando salía de su trabajo, pero esta afición suya era cada vez más fuerte y comenzó a faltar a la oficina hasta que lo echaron. Pero él estaba entusiasmado con aquellas vibraciones y se alegró de tener todo el día libre pada poder ir más a menudo a lo que se había convertido en su lugar favorito. Apenas si dormía ya por las noches pensando en aquella sensación (que era obsesión) y una noche de insomnio se fue a aquel paso subterráneo y fue entonces cuando ocurrió lo verdaderamente increíble de esta historia:  llegó al paso a las cuatro de la madrugada (por lo menos) y estaba completamente solo, No estaba la gente que habitualmente circulaba a otras horas. Y cuando pasó el tren con sus ruidos comprendió de golpe el porqué de aquella fascinación suya. Y es que, aquello que él oía durante el paso de aquel tren no era ruido, ¡Era música! Él mismo no se lo creía, pero era la verdad. Estaba oyendo todos los sonidos que había en el mundo de los sonidos… y era música. Oía los raíles chillar al paso por el peso del tren. Oía el crujir de los vagones y el tintineo de la chapa contra la chapa. Oía bajo el tren el resonar del tren por debajo. Oía también la diversidad de timbres, entonaciones, ecos, reverberaciones, silencios y conversaciones que se producían dentro del tren. Y oía libre en el aire el sonido leve del aire libre.
Cierto es que todo aquello en conjunto no sería sino un tremendo ruido, pero para él era… música. Él lo oía todo por partes, aunque todo a un tiempo, Él oía música de todas maneras, su oído seleccionaba y agrupaba los sonidos de forma que todo lo que oía era música. ¡Y allí estaba toda la música! Reconocía músicas que ya conocía y conocía en ese momento otras músicas nunca oídas, músicas que jamás han sido compuestas por persona alguna.
Así es de increíble esta historia que cambió el estilo de vida del abuelo. Aunque ahora parece que se esté deteniendo su tren.
Otro cualquiera hubiera explotado su “habilidad” de alguna forma más lucrativa para él, incluso él estuvo pensando un tiempo poner una academia de música y enseñar melodía, armonía y composición, pero prefirió enseñar solo a una persona, no por dinero sino por gratitud. Esa era su filosofía.

3
Aquel día era uno de esos días de tormenta de lluvia y de truenos, de irse la luz eléctrica y de mirar por los cristales cómo se iba la luz del día. El muchacho era todavía un gracioso niño triste interno de un gratuito colegio de huérfanos donde estaba prohibido reírse del profesor cuando, los domingos diciendo misa, juntaba las manos como los santos de las estampas y miraban arriba con los ojos muy abiertos o abajo con los ojos cerrados musitando ininteligibles palabras entre susurros y mirando de reojo al bedel sacristán monaguillo para que tocara la campanilla o para que dejara de tocarla.
Aquel día miraba el niño la grisura de aquel día gris y se agrisaron sus celestes ojos cuando se agrisó el celeste cielo. Miraba aquel día el niño cómo caían las gotitas de lluvia fresca sobre los cristales y miraba cómo se unían dos gotitas en el cristal y caían serpenteando igual que a él le cayeron dos lagrimitas unidas por la misma pena. Fue entonces cuando… ¡flash!... visto y no visto, un relámpago iluminó la soledad del niño aquella tarde (que era el resumen de su vida) y se sintió querido. Inocentemente creyó que Dios le había hecho una foto.
Su padre había sido, en vida, almirante de la Armada y la memoria del niño guardaba muchas historias y aventuras que le contaba. Su madre se llamó Marina y en honor a la verdad debo decir que fue la mar de buena. Pero se los llevó una señora muy vieja y muy fea que vestía de negro a la que llamaban parca. Eso le contaron los curas de su colegio que también eran viejos y feos y también vestían de negro. Quizá por eso fue por lo que se fugó del colegio, porque también los curas eran parcos, aunque él me dijo que se iba porque se había dado cuenta de que siempre había estado equivocado. Siempre había deseado ser marino como su padre y viajar por el país de las mariposas trasparentes y por la tierra de las plantas parlanchinas y por los polos Este y Oeste en donde las nieves no eran sino de chocolate derretido y caramelo líquido y, en fin, por todos aquellos lugares en los que su padre había corrido aquellas aventuras tan bonitas y emocionantes. Pero aquel día en que la lluvia maduró sus raíces, se dio cuenta de que debía escribir su propia historia y aquella misma noche se escapó del colegio. Resultó muy fácil porque en aquel colegio no estaban acostumbrados a que nadie se escapara, así que solo tuvo que salir de su cuarto con sus cosas, bajar las interminables y cenicientas escaleras de mármol, abrir la pesada puerta y salir hacia el sol que clareaba. Mientras más caminaba el chico más claro lo veía todo. Por eso gastó el poco dinero que tenía ahorrado en un par de zapatillas de deporte que le fueron muy útiles pues, además de ser muy cómodas para caminar, el dibujo que dejaba la suela en la tierra sirvió para despistar a todo aquel que quiso seguir sus huellas.

4
Otra vez madrugó el muchacho y salió al campo a recoger flores de todos los colores para que el abuelo, según una receta muy suya (que me gustaría conocer) … bueno, ya sabéis aquello de las tintas que fabricaba el abuelo. El muchacho llevaba un canasto de mimbre para cargar las flores. Y lo soltó un momento para descansar, y se sentó en la hierba. Pero algo que él mismo no supo qué, le hizo levantarse, alejarse unos pasos, separar unas ramas con las manos y mirar hacia el centro de un rellano que había entre los árboles. Y entonces sintió el corazón reventarse en su pecho. Vio una joven muy guapa, muy alegre y fascinante, balancearse en un columpio hecho con cuerdas y colgado en la rama de un árbol. Todo era casi en blanco y negro… menos ella. Aparecía como volando hacia un lado y como volando desaparecía hacia el otro. Y sonreía. Llevaba un vestido de rayas blancas y rojas verticales que paraba en el tobillo dejando ver unos zapatitos negros de charol que destellaban puntitos con forma de estrella, a modo de cinturón llevaba una cinta ancha de seda roja que volaba tras ella en cada vaivén, y su rostro,,, oh! ¡Poesía viva, belleza pura y… qué se yo decir de su rostro!
Un bolso cartera de charol negro que había sobre la hierba, le recordó que no estaba en las nubes sino muy en el suelo, gracias al cielo.
Al volver con el abuelo, éste le preguntó por la canasta y - ¿qué canasta? - dijo él.
5
Te miro y tú me miras.
Y es como si algo vital
que me fuera escaso
se me ofreciese gratuito.
Oxígeno de vida. Nirvana
que me es legado en un instante
y que me regocija
con la perfecta trasparencia
de tu cristalino.

Yo te quiero con los ojos, amor,
eres mi más amada imagen.

Tú hablas y te escucho.
Y es como si el eco de la luz
de tus ideas, me trasfiriesen
la pura esencia de tu palabra,
envolviéndome y acariciándome.
Resuena en mi cabeza lo que dices
y me hace comprender
lo misterioso y escondido
de una sola de tus sílabas.

Yo te quiero con el oído, amor,
eres mi más limpia palabra.

Cuando tú me acaricias
Y yo recorro con mis largos dedos
los inefables senderos de tu cuerpo
es como si se me revelara,
en un éxtasis, el único camino,
el único modo de llegar
a la piel que anhela mi piel,
a tu perfecto seno,
a tu ombligo, a tu vientre.

Yo te quiero con el tacto, amor,
eres la continuación de mis manos.

Y si eres tú quien me escucha,
tu atención es la que dicta
en mi garganta lo que digo,
como si leyera en tu silencio
lo que necesitas oír, lo que digo.
Tú eres la razón
de las palabras que fluyen de mi boca
cuando me oyes decirte,
tantas veces, tantas cosas.


Esto es lo último que el muchacho escribió con los colores que le quedaban y que, con este poema, agotó. Desde entonces no volvió a escribir nada porque le tenía miedo a la tinta negra, Por eso la guardó bajo llave en un cajón que se prometió no abrir nunca.

***

El feo sonido que produjo la cuerda del violín que se rompió sola, despertó al muchacho que velaba en un sillón la agonía del abuelo, pero el abuelo… el abuelo no despertó. Una luna grande, blanca, redonda, lanzaba sus rayos a las ocres hojas que alfombraban el suelo al otro lado de la ventana. Inconscientemente tiró del cajón que cedió sin hacer uso de la llave y la tinta negra se vaporizó y lo tintó todo de negro, Todo se ha vuelto negro, muy negro –pensó- no veo nada sino negro…

***

Fue entonces cuando abrió los ojos y se dio cuenta que había estado soñando. Se levantó y miró por la ventana aquel maravilloso día. Se fijó en unos pajarillos que se posaban en los hilos de la luz y creyó ver un pentagrama y tarareó una hermosísima canción. Luego se acercó a la cama donde descansaba el abuelo y, después de mirarlo un momento, puso la cabeza en su pecho, pero solo escuchó que un tren silbaba a lo lejos.








30 julio 2017

UN SALTO DE CABALLO (Narración corta)

UN SALTO DE CABALLO

4 minutos debían bastar para el jugador de primera categoría, 9 para el de segunda, 13 para el de tercera y 15 para el aficionado. Al menos, eso aseguraba aquel párrafo que estaba encabezado por el título "Tiempo de resolución" y que estaba debajo del gráfico que mostraba la posición de las piezas en el tablero de ajedrez.
El pasatiempo especificaba a quién correspondía mover y qué debía suceder en el juego con la escueta indicación de "blancas juegan y ganan", pero nada aclaraba sobre cómo debía jugarse en adelante para alcanzar la ventaja decisiva. Es curioso, pero hoy creo que esa pudo ser la razón de que lo tomara como un reto: otras veces, en este tipo de pasatiempo, ponían algún comentario que te servía de pista, ya que te sugería cuál era el tema a estudiar... por ejemplo, decían algo así como "con enérgica maniobra de ataque, las blancas explotaron la mala posición del rey negro en esta partida jugada por tal y cual en el año catapún", o cualquier otro comentario que, prácticamente, te señalaba el camino a seguir. Pero en este que cuento no había pistas. Es posible que ese detalle provocase en mí un interés especial en resolverlo.
Había bastantes piezas en el tablero y equilibrio de material en ambos bandos. El problema parecía interesante y, no se bien por qué, pensé... así que ¿nueve minutos?... veamos...
Miré mi reloj y, sin duda, vi la hora que era pero mi mente, o mi memoria, no es capaz ahora de recordarla. Probablemente el mecanismo de la curiosidad ya se había puesto en marcha intentando hallar la jugada buena en ese momento de la partida y el registro de la hora quedó en segundo plano de mi atención.
No obstante, pasé pocos minutos buscando la combinación ganadora (que no llegué a encontrar) porque, cuando valoraba las consecuencias posibles de un par de variantes, la voz de la enfermera dijo mi nombre.
Creo que lo oí dos o tres veces, pero mi oído también estaba ocupado oyendo en silencio las silenciosas instrucciones que yo mismo dictaba y oía, reproduciendo mentalmente los movimientos de las piezas en el tablero que ocupaba mi cabeza (o al menos mi atención) casi en exclusiva. Y digo "casi" no por casualidad: solté la revista en la mesita de cristal y me encaminé hacia la consulta intentando dejar en la sala de espera aquella sensación que estaba experimentando desde que llegué. Esa molesta impresión que uno tiene cuando sabes que te observan, que están pendientes de tí, aunque, por supuesto, lo disimulan.
Aquellas tres personas que compartían sala y espera conmigo, me miraban. Eso sí, lo hacían de forma que no podría reprocharles nada, ni llamarles la atención... yo ni tan siquiera podía sostenerles la mirada porque (no se cómo lo hacían) cuando yo los miraba, aún furtivamente, intentando pillarlos con las manos en la masa, resultaba que cada uno de ellos estaba mirando a otra parte. A veces, una revista, otras veces el diploma enmarcado en la pared (que, por cierto estaba ladeado) o miraban aquella planta que ocupaba la esquina, o, simplemente, las musarañas, qué se yo...
Sin embargo era obvio que me espiaban. En sus caras se notaba la seguridad que a sus facciones aportaba el hecho (o, diría, la convicción) de que yo nada sospechaba de sus miradas hacia mi persona. Esa seguridad parecida a la del trapecista cuando se lanza al vacío, parecida también a la de un niño cuando se enfrenta a un folio en blanco.
Huelga decir que mi tranquilidad y mi seguridad en mí mismo eran dominantes pues la tácita realidad era que, aquellas tres personas que compartieron sala y espera conmigo y que me miraban a hurtadillas, eran totalmente ignorantes en su ingenuidad, pues creían pasar desapercibidos confiando en mi inocencia, cuando, en realidad, eran ellos los inocentes ya que era yo quien los tenía engañados dejándoles creer que era un blanco fácil para sus miradas insatisfechas y ávidas de curiosidad.
Por eso antes dije "casi". En realidad nunca estuve absorto del todo, ya que mientras maniobraba mis piezas intentando ganar la partida, también manipulaba a distancia los gestos de aquellas tres personas, como tres peones, haciéndome yo el rey.
Pero, basta ya de explicaciones. Una mente como la suya debe ser capaz de captar aún los más arbitrarios razonamientos ajenos, si no, cómo iba a tener a su cargo la responsabilidad de entender el por qué de todas esas desconocidas realidades que, gente como yo, inventamos cambiando las leyes.
Mire, doctor, usted me cae bien. De todos los colegas suyos que han venido a entrevistarse conmigo, es usted el primero que me inspira confianza. Quizá sea porque aún no me ha preguntado nada. Eso, sin duda, le hace a usted más sabio, pues debe saber, acaso por intuición, que soy yo quien sabe exactamente lo que usted quiere saber de mí. Es muy astuto ahorrándose la pregunta. Su sensatez me hace pensar que es el único capacitado para comprender mi realidad:
Le diré que hacer cambiar las leyes y crear son, aunque parezca imposible, sinónimos para mí. Yo tengo una idea distinta, pero muy clara, de lo que constituye la verdadera esencia de la creación: subrayar objetivamente (con inteligencia, sensibilidad y emoción) lo más trivial de una realidad objetiva para así crear otra realidad, que designamos con el nombre de fantasía, que se emplazará en un punto equidistante del sujeto y el objeto, pero que será superior al primero en perdurabilidad de emoción y al segundo en autenticidad estética. El secreto es fijarse en lo esquisito, sí, pero contarlo con toda simpleza y naturalidad, sin delicuescencias ni extraplasticismos. Lo capta ¿verdad?, mi creación parte de esa realidad que acentúa o de aquella que se aleja (según los casos) pero en ningún momento es engañosa.
Le digo todo esto, doctor, porque se que está usted capacitado para comprenderlo, es necesario ver el contexto, el ambiente, conocer la situación, el momento. Así la comprensión del suceso se hace asequible, ya que se convierte, en realidad, en mera consecuencia.
¿Se ha fijado que he dicho "consecuencia"? Casi sin pensar he elegido, entre las cinco o seis mil palabras de mi vocabulario, justo la más apropiada. Porque hay dos sentidos en esta palabra: el primero tiene que ver con la sucesión de secuencias, el segundo, más semántico, viene dado a entender cuando lo próximo es lo más consecuente con lo que antecede.
Por eso me detengo en contarle con detalle, no solo mis movimientos físicos de aquella tarde, sino también mis elucubraciones mentales, para que no tenga usted que escrutar demasiado a fondo en el fondo de mi pensamiento.
En fin... ya sentado... o casi tendido en el sillón... con la boca abierta... soportando la limpieza dental...
...¡Ojo! digo "soportando" no porque me hiciese daño, que el dentista era excelente, sino porque es bastante molesto. Hay que permanecer largo rato con la boca exageradamente abierta, y también con los ojos bien cerrados porque nadie puede evitar que te salpique toda la cara esa pulverización de agua que expele la dichosa maquinita limpiadora. Además, el ruidillo y las vibraciones se pegan a uno y no te dejan ni aún después de haber terminado la sesión que, por si fuera poco, ha trascurrido todo el rato con ese aspirador de saliva que te colocan y que no es muy apto para escrupulosos.
Como le contaba, doctor, sentado allí. con los ojos cerrados, los músculos tensos y la atención en varios frentes... y va mi dentista y dice:
- Esta pieza la tiene usted casi perdida.
Y con la herramienta me daba golpecitos en la muela derecha de abajo, ¿sería otra estrategia comercial?, bueno, verá, déjeme que le explique:
Mi dentista es excelente como profesional, pero es algo pesetero ¿sabe?. Fíjese que me mandó a mi compañía de seguro médico con un talón firmado por él para que se me autorizara una "limpeza dental por gingivitis" (cito textualmente) cuando no es verdad que yo la padeciese. No es más que un ardid para ser mejor remunerado por la compañía (como usted sabrá que también es médico) que abona los talones de asistencia con mayor o menor cantidad dependiendo del servicio prestado. Cosa que a mi no me preocupa, como se imaginará, ya que la cantidad mensual que yo pago al seguro es invariable, no afectando en nada si hago mayor o menor uso de él. Por eso le permito que un par de veces al año me prescriba una "limpieza dental por gingivitis". Así, conmigo y con otros de sus pacientes (o, mejor, clientes) se va haciendo con los talones necesarios según sus criterios económicos.
Conste que le cuento esto, solo porque estamos aquí para eso, pero a él no le digo absolutamente nada, así le dejo creer que no me doy cuenta de esos nimios detalles.
Y, dicho esto, seguiré por donde iba...
- Esta pieza la tiene usted casi perdida, me dijo golpeándome suavemente la torre de rey. Y luego prosiguió:
- Y la corona está en peligro. ¿Se da cuenta doctor? me puso en jaque... pero la pista fue decisiva.
Ahora me tocaba a mí, era mi turno de juego. Mi caballo estaba en buena disposición para saltar capturando su pieza de ataque, así que, sin pensármelo más, lo hice.
Su ataque quedó desmantelado.



09 julio 2017

GUIÓN PARA UN CORTO (Microrrelato)

GUIÓN PARA UN CORTO

En el escenario hay pintores ataviados con sus caballetes y sus pinceles, sus gafas, sus gorras y sus mandiles. Están en un estudio en el que se encuentra posando una joven completamente desnuda, muy iluminada por tres luces. Amarilla, roja y azul.
A cada uno de los pintores le acompaña un foco de luz blanca, más suave, que ilumina cada lienzo.
La cámara toma este plano general al que no adorna ninguna música. Reina el silencio absoluto.
Así transcurre un minuto.
Ahora la cámara se acerca lentamente hacia la modelo hasta llegar a un primer plano de la pose completa y allí permanece unos segundos.
De pronto empieza una sucesión de planos cortos y rápidos mostrando la concentración de los artistas en sus trabajos. Uno gesticula de un modo extraño. Aquel hace muecas nerviosas. Hay uno calvo que padece un tic. Alguno parece tomar medidas con su pincel a modo de espada. La modelo es una estatua que se ve reflejada en las gafas de otro pintor.
El ambiente es muy denso. Todos trabajan denodadamente mientras que la modelo ni siquiera respira.
Ahora la cámara hace un repaso a todos los lienzos. En ellos se dejan ver las frustraciones de sus autores. Hay obras muy sensuales, también las hay pseudocándidas, de vanguardia, de falso cromatismo, psicoanalíticas y hasta geométrico-cubistas. Todas ellas reflejan un tanto la personalidad inequívoca de su autor y el carácter imaginado de la posante. Hay una obra en tonos neutros y grises que representa a una elegante señorita de fino talle y alta cuna con una piel de albaricoque y una mirada exquisita. Otro lienzo, sin embargo, muestra una mujer abandonada de sí misma, con el cabello revuelto y mal maquillada que aparenta haber acabado una sesión de amor con su cliente. Otro asemeja una venus y otro, en fin, una impúber adolescente raquítica y escuálida.
De pronto, inesperadamente, suena un timbre monótono y desagradable que mata el gran silencio reinante. Se hace una luz más natural en toda la escena que la cámara recoge ahora en un solo plano. El silencio se hace bullicio. Todos los artistas recogen sus cosas, se límpian las manos, encienden cigarrillos y miran su obra con los ojos entornados mientras la joven modelo se viste en medio de la gran sala, despojada ya de todas las miradas.
Según van acabando, los pintores ocupan la cámara y van saliendo a la calle. Uno tiene una bicicleta en la puerta con la que inicia su marcha. Otro se acomoda en la cola del autobús. Algunos otros desaparecen caminando en distraídos grupos o despistados y solos.
Todos y cada uno de ellos se van integrando pacíficamente en la normalidad de la ciudad, entre la gente. La cámara no ha captado ahora en ellos ni gestos ni muecas ni tics nerviosos y todos se mueven con entera naturalidad.
Ahora toca turno a la modelo. La cámara la sigue de cerca, por la espalda, mientras ella camina apresuradamente, mira su reloj, da una carrerita. Llega por fin a su destino. Entra por el jardín atravesando un parquecito y se detiene ante la puerta. Toca el sonoro timbre (ding-dong). Se abre la puerta y ella entra dejando que la cámara se cuele por detrás para curiosear el interior. Es una guardería. La cámara hace un recorrido en redondo por todo el ámbito, olvidándose un momento de la muchacha y dejando ver a los niños jugando, chillando, revolcándose por el suelo, con juguetes, con plastilinas, con tizas de colores y, en fin, realizando todas las actividades propias de un grupo de niños en una guardería.
Ya la cámara ha hecho un giro completo por todo el local y ahora enfoca de nuevo a la modelo que está sentada en una silla mirando cariñosamente a su bebé mientras lo amamanta.








11 junio 2017

MI CREACION


Un resplandor de luces y sombras diabólicamente entrelazadas se iba acercando imperceptiblemente y, sin yo saberlo, se estaban abriendo en mí las ventanas de una percepción que hasta entonces había permanecido aletargada. Lo mejor y lo peor iban a llegar, y con ellos el desmoronamiento de las señales que hasta entonces habían guiado mi visión de las cosas, y la aparición de otras nuevas en las que a duras penas se tendría que sustentar mi nuevo interés por “las abortivas tristezas y cortas alegrías del género humano” que, como dijera el poeta, nunca ha soportado demasiada realidad.
                                                                            (de “El efecto doppler”. Jesús Ferrero)

…la escritura, el arte, es una broma que se hace por jugar, solo por jugar, como me dijo una vez…
                                                                            (de “La ciudad doble”. Carlos Perellón)


MI CREACION

         Aquel día todo estaba vacío. Todo excepto el espacio que ocupaba mi propio cuerpo. Nada sucedía sino lo que yo mismo decidía…
         Llamé al color y vino para mi contemplación. Pero me aburría ver los colores ordenaditos como en el arco iris. Estaba cansado de ver siempre iguales las mismas escalas, tan formales y uniformadas. Es verdad que fue una lucha para mí organizarlos en sectores diferentes a los convencionales, pero fue una lucha maravillosa.
El verde se sentía tan feliz que casi se convierte en blanco, el marrón aprendió a comprender al gris, y la concordia entre ellos se vistió de celeste claro, el amarillo se abrazaba al rojo y salpicaban gotitas naranja, el azul era otra cosa… el violeta… qué decir…
Luego llamé a las formas y vinieron todas. Algunas de ellas jamás vistas por nadie en este mundo (pero qué tontería estoy diciendo, este mundo era solo mío y solo yo moraba en él).
Entonces ordené que las formas y los colores se integrasen y así ocurrió. Después llamé a la luz y a las sombras. A las tres dimensiones y a la perspectiva. También llamé a las notas musicales y a sus escalas, a los tonos, los timbres y las entonaciones. Por último llamé al aire y dispuse que circulara libremente por todo el ámbito.
¡Qué satisfecho me sentí cuando contemplé mi obra! ¡Qué contento cuando escuché su sonido!
Pero… un momento… estaba… entrando de lleno en la trampa de la vulgaridad… ¡qué vulgaridad!... había hecho justo lo que cualquiera hubiera hecho… no, no… nada tenía el valor que yo quería… tendría que ser más original… o… mejor… único.
Por eso lo hice. Simplemente doté de color a los sonidos. No lo pensé mucho, ya lo sé, pero lo hice.
Cuando todo estaba silencioso, todo se iba borrando hasta casi desaparecer y cuando surgían sonidos aparecían parcelas de color en movimiento que teñían las formas circundantes. Parece fácil contarlo, pero no es imaginable que fuera ocurriendo tan espontáneamente ¿verdad?. Si había varios sonidos simultáneos la cosa era más complicada porque las formas, que eran de los colores inherentes a aquellos sonidos, se hacían de varios colores a la vez ¿lo puede imaginar?. Pues si yo fuera capaz de explicarle cómo era mi mundo a las horas en que todo sonaba, podríamos enloquecer. Por eso se hacía necesaria mi intervención de nuevo, había que modificarlo todo otra vez, así que lo hice. Volví a hacer transparentes a los sonidos. Pero como éstos se habían integrado ya a los colores, resultó que los colores se hicieron también transparentes y… todo se veía como a través de unas gafas de sol multicolores.
Bueno, pensé, al menos así no es molesto sino llamativo y raro. El ambiente recordaba el interior de las grandes catedrales góticas, repletas de fabulosas vidrieras. Entonces, de forma casi automática, comencé a tararear algo parecido a un canto gregoriano y… ¡sorpresa! De mi boca salían fluidos aeriformes de suaves colores que impregnaban el espacio y lo poblaban como se de humo se tratara. Era una sensación singular pero sumamente placentera, tanto que quise experimentarla con otro sentido más…
Para mi regocijo dispuse que cada tono de color emanara su propio perfume y una delicada sensación natural me embargó, pues todos ellos nacieron de la libertad y la ternura.
Para un color dorado pálido con brillantes reflejos correspondía un aroma frutal y delicado pero intenso, como de frutas recién cortadas, un aroma prolongado que se iba enriqueciendo con nuevos matices cuando se iba mezclando con otros de aquel ambiente que ya se me antojaba mágico.
Gracias al olor pude ejercitar también el sentido del gusto ya que, al respirar, entraba en mí aquel aire coloreado y perfumado y, si yo respiraba por la boca, la sensación del gusto me inundaba…
Había un color que estaba exquisito. Era el color de las fresas, de los tomates, del vino tinto, de la sangre… pero no sabía a nada de eso… solo sabía a rojo. Y el sabor del verde nada tenía que ver con las espinacas ni con los pimientos ni con la menta, sabía simplemente a verde. Además -y esto era muy curioso- no eran sosos ni salados los sabores. Tampoco eran dulces o amargos, ni puedo decir que fueran fuertes o suaves, ni frescos o rancios… eran… perfectos todos y muy diferentes entre sí. Eso también era mágico.
Después de comer curioseando el sabor de los colores puros y también de combinaciones de colores –de lo que disfruté sobremanera- pensé que ya había oído, visto, olido y degustado bastante bien aquel mundo mágico que había creado y que, para conocerlo en todas sus dimensiones y facetas, solo faltaba que lo palpase. Quise entonces tocarlo, rozarlo, acariciarlo, abrazarlo…
Fue así como sentí mi mundo realmente vivo. Hasta aquel momento todo había sucedido como una increíble alucinación, pero ahora lo sentía palpitar y latir junto a mi piel. Se había creado un mundo único y fue entonces cuando nací dentro de él. O, mejor, cuando nací de él. Aquel día se disipó el vacío…
Entonces abrí mis ojos y recuperé tu imagen y recordé que nunca antes te había besado.




14 mayo 2017

IMPERDURABLE Y ETERNO (Narración corta)





IMPERDURABLE Y ETERNO

1

Subía la cuesta de su calle con paso apresurado y casi se detuvo cuando le asaltó la pregunta –pero… ¿qué prisa tengo?- que ya otras veces había brotado súbitamente de la nada y le había sujetado como una mano amiga por detrás de su hombro. Más despreocupado, acabó de recorrer los no más de cien metros que le separaban de su casa. Eran las 08:30 y solo unos minutos antes sus dos hijos habían tomado el autobús escolar.
Nada más abrir la puerta salieron sus dos perritas, acostumbradas ya al horario, y, como a diario, volvió a tirar de la puerta con un gesto repetido, casi ritual, que había creado la costumbre.
Durante el corto paseo de las perritas (solo el tiempo necesario para ellas) tenía ocasión de ver a otros muchos niños del barrio enfilando cada cual su camino hacia el colegio cercano. Algunos, pocos, pronunciaban un tímido buenos días, los otros, los más, iban sumidos aún en los residuos del sueño que no habían podido sacudirse del todo y que, ahora, el frio y la humedad de las mañanas del invierno se encargaría de difuminar en sus rostros.
A veces recordaba sus días infantiles y solo entonces era como era entonces: un niño tímido revestido de una aparente resolución. Lo mismo que este amanecer en que la luz parece vacilar y, no obstante, con dulzura se impone a las sombras caducas.
En casa le esperaba la mañana como un lento rio de ternura y de paz, y solo con sacudir las llaves para provocar un leve tintineo las perritas se le acercaron y le acompañaron.
Un consistente desayuno en solitario le invitaba a programarse, a ordenar en su mente las tareas, a intentar comprimirlas en el tiempo que tenía para ellas… primero las camas… no antes fregaré los platos de la cena y del desayuno, no me gusta estar viéndolos toda la mañana… luego barrer y hacer el polvo… qué bueno me ha salido hoy el café…

2

Como un cuerpo desnudo que reposa agotado de amor, el camisón de Leo se abre a sus ojos y en su espejo se contempla. Cuando lo recoge de la cama lo acaricia, lo huele, cuidadosamente lo dobla, lo coloca en la mesita, junto al joyero. Despliega el edredón. Y las sábanas, con delicada atención evocadora. Le gusta rememorar las horas pasadas, devolverlas a esta luz cuya caricia le infunde gozo, limpiar no sé qué máculas.
Cabe toda la mañana en estos gestos por cuyos bordes se escapan a diario sus maduras deidades y esta dulce batalla le aniquila nuevamente (o, cabe decir, esta nueva batalla le aniquila dulcemente). Y, como llevado por un viento oscuro que en la mañana de pronto su ira desata, mirando a lo invisible –quien yo amo, quien a mi vida sentido da, vibración y llama, no está- lanza su queja que es memoria en carne viva –o sí que está pero sin estar, inútilmente-. Cuánto amor mana de su pecho estando solo, ella no lo sabrá.
En el otro cuarto son dos camas, son dos amores, dos esencias. Dos ausencias que desatan otras tormentas, otros temores, otras ternuras. Él nunca puede, por más que se esfuerce, dejar este dormitorio bien recogido, impecable, como los dormitorios infantiles que salen fotografiados en las propagandas de los comercios. Siempre queda la impronta de los dos, el temperamento. Aunque estén las cosas en su sitio, los pijamas bajo las almohadas, los ositos de peluche sobre las camas, bien colocados, con gracia, sus zapatillas, cada par en su sitio… siempre quedan las caricias y los juegos indelebles en los muñecos, siempre se nota la forma del pie en cada zapatilla, la manera de andar. Todos sus objetos están impregnados de ellos y él los trata con espontáneo mimo, con amor involuntario. Jerónimo y Flora están también, como Leo, pero ellos aún son pequeños para poder pensar siquiera lo que su papá nota sus existencias. No son conscientes de cuánta ternura ignoran.
Él tampoco es consciente de todo esto, se mueve mecánicamente, con rutina, ausente de ese mundo emocional, ignorante de que esa es su gasolina, pensando –menos mal que a Leo le han renovado el contrato, así podremos pagar más cómodamente las mensualidades del piso, del coche nuevo, la luz, el teléfono…- solo en este otro plano sensorial y quejándose de todo –ahora tengo que salir a comprar fruta- -vaya por dios, ya he puesto salada la sopa- -estos perros me quitan mucho tiempo- -parece que hoy Leo se retrasa-. Solo piensa en acabar tanta tarea –madre mía- a tiempo de poder comer tranquilamente y no llegar tarde a su trabajo que hoy le toca turno de tarde y entra a las dos y media.

3

-      Hola cariño.
-      Hola Leo ¿cómo te ha ido la mañana?
-      Normal, ya sabes…
-      Yo ya voy con prisa. La sopa está un poco salada, no mucho, no creo que los niños lo noten, mira a ver si lo puedes arreglar.
-      ¿Volverás muy tarde?
-      No, hoy me toca un buen relevo, Rafael siempre llega muy prontito. Lo que sí llegaré es muy cansado, ya sabes que estos días que son vísperas de fiesta hay mucho público en la Oficina de Denuncias y no podré parar ni para tomar café.
-      Bien, cariño. Te espero para ducharnos. Anda vete ya que vas tarde.
-      Adiós, amor.
-      Hasta luego. No metas a mucha gente en el calabozo.   ¡ Y ten cuidado ¡