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25 septiembre 2020

EL VIGILANTE (Microrrelato)



EL VIGILANTE

(El guardián del almario)

¡Qué gusto da verlo todo recogido y qué sensación de paz infunde la limpieza! ¡Hay tanto ajetreo durante el día! Todos por medio, tanta sangre…
Cuando terminan, los forenses colocan en su sitio el instrumental, apagan las luces y se despiden hasta mañana. Entonces aviso a las almas nuevas, que salgan a revisar sus cuerpos, y empaqueten las lágrimas que les han derramado, las penas que les dedicaron y también, si quieren, los corazones de sus cónyuges o los amores que les tengan prometidos.
Luego descansan en sus mesas, cosidos, lavados y en paz.
Aunque la eternidad solo dura hasta las ocho.



19 septiembre 2020

TAIJI (Microrrelato)

TAIJI
 
Exactamente lo mismo que decía cuando estaba viva. Que ahora esté muerta o conectada a esta especie de red wifi celestial, no va a cambiar mi forma de pensar. Es cierto que ahora mi ser no es sólo mío, sino global y que ahora formo parte de un sistema de acceso a la verdad, que soy pieza activa en la búsqueda de la razón y que, en resumen, ya no hay incógnitas porque estoy en la esencia de la respuesta. Pero todo es para nada. Sigo diciendo exactamente lo mismo. Una casita en el campo, un huerto, unas gallinas y una cabra.



01 septiembre 2020

SIEMPREVIVAS (Microrrelato)

 SIEMPREVIVAS

Yo era pequeño. Estudiaba primaria. Hace mucho de eso, pero lo recuerdo nítidamente. Cada domingo por la tarde, sin falta, acompañaba a mi padre al camposanto del pueblo para poner flores en la tumba de mi madre. Me llamaba la atención tanta devoción o, al menos, dedicación porque yo ni siquiera la recordaba. A mí madre, digo. Muy querida en el pueblo y considerada como una de las mejores maestras que ha tenido su escuela. También me llamaba la atención, casi me asombraba, tanto desperdicio de flores porque cuando mi padre quitaba las antiguas del jarrón para poner las frescas, estaban todavía esbeltas y bien vistosas, mi padre las llamaba siemprevivas, pero siempre acababan en el contenedor orgánico de la puerta del cementerio. Pasaban los años iguales en el pueblo, para mí y para mi padre, pero las flores siempre estaban esplendorosas. Ya en secundaria, un año me tocó el aula donde mi madre estuvo su último curso y, como compañera de pupitre, la chica más bonita del pueblo. Desde aquella vez que se me ocurrió hacerlo por primera vez, tomé la costumbre de llevarme a casa cada domingo las flores de mi madre y, en vez de tirarlas, las saneaba y formaba un bonito ramillete y al día siguiente, lunes, se lo daba a Herminia a la par que ella me sonreía.

Tras unos meses, mi padre me explicó que se acababa no sé qué concesión y que había decidido recuperar los restos mortuorios de madre y mandarlos cremar. Aquel domingo de mayo fuimos al río para esparcir sus cenizas a donde más fuerte fuera la corriente, no quería mi padre aguas estancadas que pudieran hacer costumbre, sino aquellas otras siempre vivas, claras y renovadas. Al verterlas sentí un temblor inesperado. Mi padre me abrazó no sé bien si para consolarme o para sentir consuelo.

Al día siguiente Herminia no vino a clase. Nos enteramos que había estado con su familia donde la playa del meandro y que la poza se la había tragado.  Desde el puente dejé caer al río las últimas flores.

Mi padre lloró conmigo.