SIEMPREVIVAS
Yo era pequeño. Estudiaba primaria. Hace mucho de eso,
pero lo recuerdo nítidamente. Cada domingo por la tarde, sin falta, acompañaba
a mi padre al camposanto del pueblo para poner flores en la tumba de mi madre.
Me llamaba la atención tanta devoción o, al menos, dedicación porque yo ni
siquiera la recordaba. A mí madre, digo. Muy querida en el pueblo y considerada
como una de las mejores maestras que ha tenido su escuela. También me llamaba
la atención, casi me asombraba, tanto desperdicio de flores porque cuando mi
padre quitaba las antiguas del jarrón para poner las frescas, estaban todavía
esbeltas y bien vistosas, mi padre las llamaba siemprevivas, pero siempre
acababan en el contenedor orgánico de la puerta del cementerio. Pasaban los
años iguales en el pueblo, para mí y para mi padre, pero las flores siempre
estaban esplendorosas. Ya en secundaria, un año me tocó el aula donde mi madre
estuvo su último curso y, como compañera de pupitre, la chica más bonita del
pueblo. Desde aquella vez que se me ocurrió hacerlo por primera vez, tomé la
costumbre de llevarme a casa cada domingo las flores de mi madre y, en vez de
tirarlas, las saneaba y formaba un bonito ramillete y al día siguiente, lunes,
se lo daba a Herminia a la par que ella me sonreía.
Tras unos meses, mi padre me explicó que se acababa no
sé qué concesión y que había decidido recuperar los restos mortuorios de madre
y mandarlos cremar. Aquel domingo de mayo fuimos al río para esparcir sus
cenizas a donde más fuerte fuera la corriente, no quería mi padre aguas
estancadas que pudieran hacer costumbre, sino aquellas otras siempre vivas, claras
y renovadas. Al verterlas sentí un temblor inesperado. Mi padre me abrazó no sé
bien si para consolarme o para sentir consuelo.
Al día siguiente Herminia no vino a clase. Nos
enteramos que había estado con su familia donde la playa del meandro y que la
poza se la había tragado. Desde el
puente dejé caer al río las últimas flores.
Mi padre lloró conmigo.