EL REFUGIO
En sus tardes vacías siempre se sentaba en este banco.
El abuelo me contó una vez su historia, no la suya sino la de este banco. Fue
hace mucho tiempo. Yo era muy pequeño y la verdad no sé cómo puedo ser
consciente de aquella conversación porque, cuando él hablaba, no parecía
dirigirse a mí. En realidad, creo que hablaba solo. A veces el abuelo se
quedaba absorto en sus pensamientos mientras me veía jugar. Lo cierto es que yo
barajaba mis puzles en la mesa del saloncito y él estaba sentado al otro lado
mientras me cuidaba. Así pasábamos muchas tardes. Aquellas que mi madre
trabajaba de turno en el hospital. Recuerdo muchas, muchas. Todas iguales se me
amontonan en la memoria, pero aquella tarde, ésta a la que me refiero hoy,
acaba de ponerse encima de todas y ha subido sus persianas y corrido las
cortinas. Hoy tengo toda la luz de aquel recuerdo.
Este banco fue su cama muchas noches, muchos años
atrás, cuando se hizo mayor y tuvo que dejar de ser un tutelado y otro chico,
más pequeño y más desvalido, heredó su sitio. Este banco también fue su mesa,
su casa. Con su primer trabajo, poco a poco, se fue permitiendo algunas mejoras
en la vida, pero de esa época el abuelo no contaba nunca nada, solo que volvía
al banco casi a diario, hasta que se enamoró y pudo formar una familia. Luego,
solía ir al banco cada vez que quería pensar tranquilo y tomar decisiones.
Después, se sentaba a veces, cuando solo quería despejar la mente o recordar.
Pero esto último solo lo sé desde que mi padre trajo el banco a casa y lo puso
en el jardín, pocos días después de que el abuelo se instalara en nuestra
casa.
El banco estaba originariamente en una pequeña plaza
que los vecinos llamaban la placita del rincón, porque al parecer no tenía
nombre en el callejero oficial. Aquella plaza estaba al abrigo de los vientos
otoñales en un jardín triangular y en un recoveco entre árboles corpulentos que
proporcionaban sombra y fresco en los veranos. Cuando el abuelo se enteró de
que toda aquella zona iba a ser demolida para llevar a cabo una actuación
urbanística, alquiló una furgoneta, y una tarde noche, con ayuda de su hijo ya
muchachote (mi padre), desmontó el banco, lo cargó y se lo llevó a su casa. Allí,
en su estudio, lo ha tenido todo su tiempo productivo como pintor de éxito. Sus
alumnos y las visitas que a veces tenía lo usaban para verle trabajar sus
creaciones, pero luego, ya de noche, después de haber cenado, el abuelo se
sentaba un rato a meditar, o, como él decía, a repasar el día vivido y mostrar
su agradecimiento.
Después del ictus y su larga estancia en el hospital
mi padre lo cuida en casa y, ahora que ya puede salir al jardín a pasearse y
comienza a expresarse con algo más de facilidad, ha decidido traerle su banco.
A la recachita del jardín, bajo el aguacate, no sé si es el solecito lo que le
ilumina de nuevo la mirada.