LÉEME EN TU IDIOMA

02 junio 2019

PASSE-PARTOUT (Narración corta)




Yo soy una chica muy curiosa. Me encanta enterarme de cosas nuevas (aunque solo sean nuevas para mí) y preguntar por todos los detalles. Pero no solo me interesan las novedades sino también las cosas antiguas que no conozco y que, por lo tanto, son nuevas para mí (por eso el paréntesis anterior). También soy aún muy joven, nací en la segunda mitad de los noventa y mi uso de razón es entero del siglo XXI. Para quien me conoce, todo esto es una obviedad, pero lo comento, o lo aclaro, para que se comprenda mejor lo que voy a contarle (al menos la primera parte del relato porque la segunda no se explica con esta introducción).
Desde que mis padres murieron en aquel extraño accidente, hace ya algunos años, vivo sola en casa. Con lo que me dejó el seguro pude levantar la hipoteca y puedo llevar una vida más o menos tranquila administrando la pequeña galería de arte que me aventuré a poner en marcha. Quiero traerme a mi abuela a vivir conmigo y vender o alquilar su casa, pero se niega en redondo. Este hecho me obliga a visitarla a menudo porque también ella vive sola y solo nos tenemos la una a la otra. Por eso no lo hago a mi pesar (lo de visitarla a menudo), sino cada vez con más agrado. 
A mi abuela le gusta mucho mirar fotos antiguas. Muchas tardes, cuando voy a visitarla, saca un álbum grande y grueso o una vieja caja de lata donde tiene cientos de ellas. A mí, acostumbrada a usar el móvil para sacar fotos y el mismo móvil para verlas luego, y poder editarlas, recortarlas o eliminarlas, me fascina el hecho de tener en las manos tantas imágenes (muchas en blanco y negro) y no poder hacer otra cosa con ellas sino solo mirarlas. Miro una y otra y otra y, en pocos minutos estoy al final del álbum, y en unos pocos más ya he repasado toda la lata. Pero mi abuela no es como yo, ella tiene otro “tempo”, se pone a mirar una foto y comienza a contarte historias, qué día era aquel, quién era este o aquella o porqué se hizo la foto. La abuela, que es tan calladita habitualmente, mirando fotos puede hablar por los codos, aunque a veces se queda mirando alguna en silencio y prefiere soltarla para coger otra y seguir contando historias. Un álbum de fotos en sus manos es como una novela de muchas páginas. Aquella caja de lata, una biblioteca.
Pero no tengo yo hoy la intención de contarle tantas historias, ni siquiera alguna de ellas, no. Solo quiero contarle algo que surgió paralelamente, algo oculto que, esta chica curiosa pudo descubrir entre aquellas inalterables y sempiternas imágenes.
Yo iba separando las fotos, haciendo montoncitos con ellas, según la abuela me contaba sus historias. Un montón para familia, otro para amistades, uno más para viajes, en fin, ya sabe. En un mismo montoncito fui guardando aquellas fotos donde se veía alguna persona que mi abuela no era capaz de reconocer. Quizá parientes lejanos que se dejaron fotografiar en una ocasión determinada, quizá amistades olvidadas porque no llegaron nunca a ser más íntimas, o puede que simplemente fueran extraños que, sin pretenderlo, se colaron por el objetivo de la cámara por casualidad, por haber estado por allí en aquel momento. Extraños que se han convertido en familiares involuntarios. Fieles acompañantes de papel. El caso es que entre ese montoncito de fotografías localicé dos que hoy me quitan el sueño.
Una es de mi madre durante su viaje de luna de miel (según dice mi abuela). Es París. Ella posa en los Campos Elíseos, con el Arco del Triunfo detrás, con el sol parisino encerrado en su interior. Por la izquierda de la foto se ve medio hombre, aunque el rostro se le ve completo, dando un paso largo para colarse en un recuerdo que no era suyo. Bajo el brazo lleva una carpeta roja, que se ve a medias, grande, como las que usan los dibujantes para llevar sus bocetos. Las conozco bien gracias a mi actividad como galerista.
En la otra fotografía también se ve a mi madre. Mi abuela cuenta que con esa foto mis padres le dieron la noticia de que se encontraba embarazada de mí. Por lo poco que se ve al fondo, el paisaje parece ser Madrid, puede que Barcelona, por los edificios y el ambiente parece España, pero podría ser cualquier otra gran ciudad europea. Ella está muy guapa, con el semblante alegre, sentada en la terraza de alguna cafetería, copa en mano, haciendo el gesto de brindar con quien toma la foto y con quien la mire. Pero por detrás de la escena se ve otra mesa donde está sentado un hombre que toma café y que tiene en el suelo, apoyada sobre el lateral de su mesa una carpeta roja, como la que he descrito antes, que también se ve a medias.
Cuando las tuve juntas, una foto en cada mano, miraba una y miraba la otra y no podía entenderlo. El hombre sentado y el medio hombre del paso largo era la misma persona. Estoy segura. Y portaban la misma carpeta. Sin ninguna duda. Así de claro, pero también de incomprensible. ¿Extraños casuales? ¿Gente de la calle que pasaba por allí? En las dos fotos, aunque sin demasiado detalle, se aprecia bien el rostro. Estoy segura de que se trata de la misma persona.
En ese caso, sin duda, la segunda foto también habría sido tomada en París, de otro modo sería muy improbable tanta casualidad. Pero entre una foto y la otra debía mediar aproximadamente un año de intervalo porque en una foto mi madre tenía un peinado de pelo corto que dejaba ver sus perfectas orejas y en la otra lucía una melena por encima de los hombros. La ropa en ambos casos era primaveral o incluso de verano, por eso digo que al menos un año, o puede que dos, pero no más, porque el hombre de la carpeta roja no mostraba ningún cambio de aspecto.

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Han pasado algunos meses desde que escribí esto, casi un año.
Desgraciadamente, mi abuela se sintió indispuesta y me llamó por teléfono. Solicité una ambulancia y acudí rápidamente en su auxilio. Aún llegué a tiempo de verla viva unos minutos. Pero fue un derrame cerebral cruel y casi fulminante. El último gesto en su semblante, sin embargo, no fue de dolor sino más bien de conformismo o de rendición. Jamás olvidaré la sensación de paz que emanaba y que le vi en su mirada. Este inesperado y doloroso suceso propició que se borrara del mapa de mis preocupaciones (al menos temporalmente) el misterio del personaje de la carpeta roja.
Tras algunas semanas que pasé con bastante desconcierto, comencé a tener episodios de dolor y de rabia intentando asumir y aceptar que ahora estaba sola en el mundo, decidí volver a tomar las riendas de mi vida y tracé planes para recuperar el control de mis días.
Mi abuela lo tenía todo muy preparado y resuelto y no hubo ninguna complicación con sus últimas voluntades. El notario me entregó todos los documentos de sus propiedades, su casa, sus cuentas bancarias y sus enseres. En fin, no quiero entretenerme con estas cosas sin interés que, como no pudo ser de otra manera, se sucedieron con naturalidad y con normalidad.
Contraté una empresa para que pusiera orden en la casa de la abuela (ahora de mi propiedad) y concedí permiso expreso para que se pudiera tirar todo aquello que, a criterio de los operarios, no mereciera conservarse. Delegué esa tarea a conciencia, sabiendo que yo no sería capaz de desprenderme sin remordimientos de tantas cosas que habían sido guardadas tanto tiempo con cariño (quién sabe por qué razones).
La empresa hizo su trabajo y me envió un correo electrónico para comunicarme el final de sus actuaciones.  En él me aclaraba que habían dejado en el inmueble una carpeta que, si bien lucía bastante deteriorada, su contenido pudiera ser valioso, por lo que lo mejor sería que “usted misma decida su suerte”, decía textualmente el mail, que adjuntaba una foto de la mencionada carpeta. Mi corazón se puso a dar botes en mi pecho.
El correo me llegó estando yo en Málaga negociando el trato para la próxima exposición de pintura en mi galería. Me entrevistaba con Juan Manuel (así firma sus obras), un hombre maduro, sexagenario ya, aunque pintor emergente y alternativo, aún poco conocido, pero dueño de un pincel de búsquedas constantes. Notó mi turbación y me ofreció asiento y un vaso de agua fresca. Muy comprensivo, sin preguntar, dejó que yo aplazara el encuentro, me pidió un taxi para el aeropuerto y me acompañó a la puerta. Inicié el viaje de regreso a casa impaciente por ver qué podía contener la carpeta roja. Estaba segura de que se trataba de la carpeta roja que había visto en las fotografías de mi madre, pero no podía comprender cómo mi abuela no solo no me había hablado de ella, sino que incluso me la había ocultado. Durante el vuelo hice toda clase de absurdas conjeturas. Llegué tarde y bastante cansada a casa. Después de la ducha y de una frugal cena me fui a dormir pensando en inspeccionar la carpeta por la mañana. Pero la noche solo estaba empezando.
A las 5.45 de la mañana me despertó la llamada de la policía. Me avisaban de que se había producido un robo en mi propiedad (la casa de mi abuela) y que debía personarme en el lugar para hacer una relación de los objetos robados y adelantar una estimada valoración de los mismos, para más avanzada la mañana, presentar la correspondiente denuncia. Llegué bastante pronto, a esas horas el tráfico es fluido, y fui recibida en el portal por una pareja de policías que, tras comprobar mi identidad, me explicaron paso a paso (fue casi como un tutorial) todo lo que tenía que hacer, primero en la comisaría y luego en mi compañía de seguros. Yo estaba ansiosa por acceder al interior de la vivienda para buscar la carpeta roja, aquella misteriosa carpeta roja que había vuelto a ocupar mi mente después de casi un año sin preocuparme ni siquiera acordarme de ella, pero aún me hicieron esperar un rato porque se estaba realizando la inspección ocular y la toma de fotografías y de posibles huellas.
Hasta casi las diez no pude entrar en la casa. La carpeta roja estaba allí pero no había nada en su interior. En la denuncia que presenté horas después adjunté una copia impresa del correo electrónico que me remitieron acerca de aquella carpeta. Era la única evidencia que tenía de que algo valioso pudiera haber contenido. Hoy, cuatro meses después, que nada se de las pesquisas policiales (si las hay), el seguro me comunica que no considera ninguna indemnización. Me encuentro pues en vía muerta, este tren no me lleva a destino alguno.

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Retomo de nuevo estos apuntes tras otros varios meses de parón pues creo haber encontrado una pista que puede ser reveladora: Yo estoy registrada en un servicio de internet que ofrece información puntual acerca de las exposiciones de pintura que se realizan en las galerías que estamos dadas de alta en el portal, así, de las que yo organizo en mi sala, consigo una cobertura más internacional, y conozco otras galerías y otros autores de los que de otra manera jamás tendría conocimiento. El servicio está enfocado sobre todo para uso de coleccionistas de arte (no sabéis la cantidad de divisas que pueden mover) ávidos por hacerse con obras de arte o para seguir especulando con ellas. Mensualmente llega a mi cuenta de correo de la galería de arte una gaceta informativa (que a veces ni me molesto en mirar) que inesperadamente en este último boletín me ha puesto de nuevo el corazón en vilo. Veo que la semana que viene se inaugurará en una Galería de París una exposición de dibujos de un tal Juan Manuel. No viene su foto así que no puedo saber si se trata del pintor que traté de captar en Málaga, pero lo que más me conturba es la imagen que acompaña el anuncio de la exposición. Se trata de un dibujo a lápiz plomo y sanguina, el retrato de una joven que tiene un alarmante parecido con la joven que fue mi madre. Por otro lado, también en internet he averiguado que en Málaga existe una filial de la empresa de mudanzas con la marca “Juan Manuel e hijos S.L.”
Ya tengo el viaje comprado y la reserva de hotel en París. El lunes os cuento.



2 comentarios:

  1. Es ameno y te engancha una barbaridad. La mezcla entre realidad y ficción lo hace aún más intrigante. Podría aventurar que la trama es como una pirueta fotográfica en la que los acontecimientos se suceden como en un túnel de imágenes, una dentro de otra y así hasta el infinito. De ahí el título. Pero podría haber muchas más interpretaciones...

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  2. Ha estado muy bien y me ha dejado con ganas de más. La trama engancha!

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