NOELIA
Blog de JUAN MANUEL PEREZ TORRES. Cuentos, relatos y microrrelatos. Por original, por raro, por absurdo o por genial... no os dejaré indiferentes. Eso pretendo.
LÉEME EN TU IDIOMA
28 diciembre 2019
NOELIA (Microrrelato)
26 diciembre 2019
DE ADVIENTO (Microrrelato)
DE ADVIENTO
(Feliz Vanidad)
06 diciembre 2019
INTACTO
INTACTO
13 septiembre 2019
REFORMA (Relato)
REFORMA
Antón me contó
cómo se inició todo.
Marta era hija
de un amigo suyo. Había pasado por un penoso proceso de separación matrimonial
y se había comprado un piso, de esos de oportunidad bancaria. Quería dejar
aquel apartamento donde solo había conocido la felicidad que le proporcionaban
sus dos hijitas gemelas. Su ex, padre de las niñas, había resultado ser un
espejismo en su desértica vida.
El piso era
bastante antiguo y necesitaba una buena reforma. Marta confió en su padre. Fermín
ya se había jubilado hacía unos meses pero no pensaba fallarle a su hija. Tenía
mucha experiencia en obras menores, electricidad y fontanería y se sabía capaz
de realizar todos los arreglos necesarios. Todos excepto la pintura de paredes.
Y por eso acudió a su amigo y compañero de fatigas. Antón le dijo sí, que le
ayudaría, por favor, cómo no iba a hacerlo después de tantos años trabajando
juntos, conociendo a su hija y a las gemelas…
Aquellas
paredes estaban empapeladas. El salón y pasillo, por dos veces, papel sobre
papel. Para hacer un trabajo en condiciones era necesario, incluso
imprescindible, retirar todas las capas de papel y luego tapar grietas e imperfecciones,
alisar bien con la lijadora y ya, por fin, dos buenas capas de pintura.
Mientras Fermín se dedicaba a dibujar sobre los azulejos de cocina y baño la
nueva instalación de fontanería y a tomar mediciones para el cableado
eléctrico, Antón comenzó su tarea.
Con más
dificultad en algunos testeros que otros logró quitar todas las capas de papel
hasta dejar las paredes desnudas. A la vista quedó, en la pared principal del
salón, entre parches de masilla y manchas de humedad, los nombres de José y de
Marta torpemente escritos por alguien (nadie sabe por qué o para qué) antes de
encolar los muros para empapelar. Tampoco sabe nadie el motivo de que Antón
tomara con su móvil una foto de aquella pared con aquella leyenda. Me dijo que
me lo había contado todo precisamente porque tenía la demostración de que era
verdad con aquella foto porque, sin ella, la historia parecería ficción.
Como he dicho
antes, el piso era bastante antiguo y casi todos los vecinos del edificio contaban
con una edad avanzada (de hecho Fermín comentaba entre dientes que su hija y
sus gemelitas se iban a mudar a un bloque de viejos), así que la curiosidad de
Antón y el azar de un encuentro casual con una vecina anciana muy dicharachera
revelaron que José y Marta fueron los primeros dueños de aquel piso, vendido y
comprado varias veces. Que fue una pareja muy enamorada, muy simpáticos y muy
felices hasta que ocurrió aquello.
Después de
muchos intentos fallidos Marta logró quedarse embarazada y fue ya casi a
término cuando detectaron que venían dos criaturas. Pero el parto fue muy
desgraciado, los cordones umbilicales estaban tan enredados que nada pudieron
hacer para salvarlos. Al revés, la sangría que provocó tanta intervención de la
matrona acabó también con la madre desangrada y le causó la muerte. Al final de
la década de los cuarenta no teníamos los adelantos médicos de hoy. Tampoco existía
la asistencia de sicólogos tras las desgracias. Una semana después de los
funerales José apareció muerto en una cama de hotel. El forense detectó
cianuro.
Varias veces
se vendió el piso a distintos dueños que casi nadie recuerda. Personas anodinas
y especulación inmobiliaria. También unos años cerrado, casi abandonado. Unos
okupas, un desalojo y una ejecución hipotecaria. Qué casualidad Fermín, dijo
Antón, llamarse tu hija Marta y tener gemelas. Espero y deseo que su estancia
en esta casa sea como la reparación de tanta infelicidad, que sea una nueva
oportunidad de vivir entre estas cuatro paredes. ¿Sabes Fermín? Yo le he quitado
al piso todo el papel pintado y ha sido como quien se va quitando la ropa hasta
quedarse desnudo, sin tapujos, sin secretos, dejando su alma libre y expedita.
Que nada tape ni tapone ahora la felicidad que merece tu hija.
Así me lo
contó Antón y así os lo cuento yo. La vida es una sucesión de casualidades como
estas, como otra es que yo me llame José, como tantísimos hombres. Como conocer
a una divorciada con dos hijas y enamorarse de las tres, otra casualidad. Antón
me contó cómo se inició todo, final no hay.
25 agosto 2019
EN VIA MUERTA (Microrrelato)
EN VIA MUERTA
Yo me encontraba, como otras muchas veces, en ese momento de la vida que todos conocemos alguna vez, que estás estancado, desorientado, indolente. Los días pasaban iguales, repetidos. Mis acciones no se diferenciaban mucho de mis omisiones y la sentimentalidad solo era un concepto del intelecto que, por otra parte, parecía aletargado. Era una persona sin origen ni destino. Hoy lo tengo claro, yo estaba esperando que tú aparecieras desde aquella oscuridad, desde la nada, me sacaras de aquel boquete y me pusieras en movimiento. Te esperaba.
Entonces te ví, como a través de una ventana, y una especie de voluntad incontrolada me llevó a tu lado. Sentí una sacudida en todo el cuerpo. Te acompañé, me acompañaste. Todo cambió.
Mis poros fueron despertando y trazaban en mi piel un mapa de sensaciones recuperadas y en mi pecho volvieron a anidar aquellas aves olvidadas. Me instalé en tí y en mí instalé también toda tu parafernalia. Contigo aprendí a prevenir encuentros inesperados, a adelantarme a los movimientos más incómodos, a anticiparme a las nuevas posiciones que me ofrecías. Contigo codo a codo.
A veces teníamos a nuestro alrededor, como una vorágine, el mundo. A veces todo abstracto, o puede que surrealista, no sé. Tú me llevabas de un sitio a otro sin que yo pudiera evitarlo, aunque con mi consentida aceptación. Pero sin poder imaginar a dónde me conducías o dónde ibas a ser capaz de dejarme al fin. Cada etapa que vivías conmigo te acercaba a mi olvido y, casi sin quererlo tú, volvería a ser un desecho tuyo. Hoy lo sé.
Nuestro encuentro promovió una relación sumisa para mí. Yo me sentía muy vivo pero no era capaz de tomar decisiones. Todo era orquestado por ti. Cierto que yo y todos mis sentidos funcionaban a tope, pero solo como un mero observador. Llegado un momento, crucial en nuestra relación, pude tomar una decisión, solo una desde que viajamos juntos. Sentí que, como presentía, el futuro que acechaba no era para mí, que de alguna manera, tu camino había sido también el mío pero que ya ahora me sentía seguro, en mi lugar, me encontraba en mi sitio, y decidí que aquella parada que hiciste era la señal para bajar del tren y dejarlo todo otra vez. Nada te afectó. Observé unos instantes cómo seguías tu ruta sin mirar atrás.
Dicen que el amor no tiene medida. Yo puedo decir que te quise un metro.
10 agosto 2019
SUBTERFUGIO (Microrrelato)
SUBTERFUGIO
Pero ¿qué me estás contando? Yo
nací el 22 de junio de 1980 y justo un año después se aprobó en España la ley
del divorcio. Mis padres fueron de los primeros españoles que se divorciaron.
Parece como si hubieran estado ahorrando para pagarse el divorcio desde el
momento en que ya se esperaba que no iba a tardar mucho en aprobarse la ley. Yo
tenía solo un año cuando mis padres lo firmaron. Pero espera, aún tengo que
decir más: a los pocos meses mi padre sufrió un accidente de tráfico que le
mantuvo en el hospital, muy grave, casi una semana. Hasta que no pudo más y se
murió.
¿Podéis imaginaros cómo crecí?
¿Qué tal si te cuento que no tengo ni una foto de mi padre? Absolutamente nada.
Mi madre se había encargado de quemar todo lo que no quería ver, todo lo que no
quería tener e incluso todo lo que no quería recordar de él. Los días siguientes al
divorcio hubo mucho fuego alrededor de mi cuna, aunque el verdadero incendio se
produjo casi un año antes, durante el embarazo, cuando se destapó la
infidelidad de mi padre y se hizo manifiesta la intención de mi madre de no
querer nada con él, nada de él. Esto que te digo lo sé de oídas, pero no de mi
madre, que jamás me habló mal de mi padre (tampoco tenía sentido hablarme mal
de alguien que ya no formaba parte de nuestras vidas, ni siquiera de este
mundo) sino de mis abuelos maternos que a veces el uno y otras veces la otra,
llenaban de historias y de cariño las tardes que pasaban conmigo después de
recogerme del colegio y hasta que mi madre venía a por mí, así me iban contando
las desavenencias que ellos habían vivido en vivo y en directo. Por cierto, los
otros abuelos también son dos desconocidos para mí, como mi padre, pues el
fracaso del matrimonio y la prematura muerte de su hijo, además (claro está) de
la negativa de mi madre a estrechar lazos con ellos, hizo que poco a poco se
desentendieran de nuestras vidas.
Desde bastante pequeño soy
consciente de que mi madre ha preferido vivir sola y solo conmigo. Según yo iba
cumpliendo años crecía mi admiración por ella porque a medida que yo formaba mi
personalidad ella demostraba a diario la suya. Cuento mi niñez y mi
adolescencia observando absoluto respeto a mi madre. No quiero extenderme en
explicaciones, solo pretendo que lo que te estoy confesando sirva para crear
una fuerte verosimilitud a lo que a continuación te digo:
Yo siento sincero respeto hacia
la mujer en general, me he criado en un ambiente organizado por una mujer que
siempre he visto como buena persona y ha sido sincera conmigo y ha puesto su
confianza en las personas que le importan. Poco a poco he ido comprendiendo la
importancia de los comportamientos en una pareja y he visto las graves
consecuencias que pueden acarrear los engaños y las mentiras. Por todo eso,
créeme, yo jamás engañaría a mi pareja, y ella lo sabe. Creo que debe estar
confusa con toda esa serie de casualidades que no comprende.
21 julio 2019
PEAJE (Microrrelato)
PEAJE
Tres años cambiaron todo
el paisaje.
Juan había trabajado esas
tierras toda su vida. Allí nació y allí sigue todavía, ochenta años después. Su
mundo era aquella casa de campo en la colina, aquellos valles y vaguadas,
aquellas lomas, las praderas, los sembrados y los barbechos. Desde los doce o
trece años trabajó la tierra con la yunta, con su padre hasta que murió, luego a
solas con su sombra, casi cincuenta años más. Dedicó toda su vida a labrar y cuidar
la tierra, acarició sus crestas, le dibujó horizontes, peinaba sus cosechas,
lavaba sus heridas, y hasta las propias arrugas de su rostro semejaban los
surcos del arado. La vida le regaló dos amores, una esposa durante casi diez
meses y una hija que se cambió por ella en el parto. Lentamente, sin
sobresaltos, el tiempo parecía no pasar, sino expandirse. Allí la teoría de la
expansión del universo se confirmaba mirando el tiempo, no el espacio.
Tres años lo cambiaron
todo.
Juan ya estaba entrando
en esa nebulosa expansiva. Su hija, por las mañanas, empezó a sacarle su sillón
al aire libre, a unos pasos de la casa, y lo sentaba mirando al oeste. La obra
de la autopista le entretenía, le fascinaba ver las máquinas abrirse paso por
los montes, avanzar y seguir avanzando. Él veía que aquella suerte de
construcción también lo era de destrucción. Los árboles grandes y altos que
durante muchos años habían albergado tanta vida, los pájaros con sus nidos, las
ardillas, sus propios brotes verdes, ya no estaban. Las aves seguían
revoloteando por allí, a veces se las veía, y a las ardillas también, pero estaban
como locas, desorientadas, irreconocibles. A Juan también se le descolocaban
sus recuerdos, sus constancias, sus querencias. Parecía que se iban, poco a
poco, tomando la autopista.
En tres años todo cambió.
Juan ya no reconocía su
casa de campo en la colina, ni sus valles y vaguadas ni sus lomas. Su horizonte
quedó plano, sin relieve. Limpios los arcenes, recta la calzada, todo gris. Ya
tampoco era Juan. Ni su sillón era el mismo.
- -- Papá, hoy vamos a contar cuántos coches de
color rojo vemos pasar ¿vale?
Así intentaba la hija
darle una ocupación a la mente de su padre, quería que permaneciera atento al
mundo y no absorto en la nada. Que estuviera comunicativo, que le hablara de
vez en cuando…
- -- Allí va uno… ¿ves, papá?
Tampoco ella se daba
cuenta de que todos los coches, de todos los colores, iban siempre en la misma
dirección (una colina separaba los carriles del otro sentido de la marcha, que
quedaban ocultos desde allí), que solo había viaje de ida, que de allí no se
regresa, que ya estaba en camino el coche negro, el último coche en la
autopista de Juan.
23 junio 2019
AZULES MÁGICOS (Literatura juvenil)
Todos estábamos nerviosos y no
parábamos de hacer ruido y de dar la lata. Estábamos deseando salir ya del
colegio y llegar a casa para contarle a nuestros padres que íbamos a ir de
excursión al campo al día siguiente, que era sábado. Teníamos que llevar cada uno
nuestra comida y la profesora nos había aconsejado de qué forma tendríamos que
ir vestidos y calzados para pasar un día correteando por praderas y montes.
También ella nos había dado a cada alumno una copia de una carta que había
escrito para nuestros padres. Era una carta muy bien escrita y fue al verla
cuando averigüé que mi profesora tenía un ordenador con impresora (tenía que
ser de ella porque el colegio no disponía de ninguna). La carta informaba a los
padres de las horas de salida y regreso del autobús, del lugar de la excursión
y del número de monitores que irían con nosotros:
SALIDA: 09.30
HORAS
|
REGRESO: 19.00
HORAS
|
LUGAR
|
LA PARRA
|
CUIDADORES
|
12 MONITORES
|
Este recuadro me lo aprendí de
memoria para decírselo de carretilla a mis padres y así lo hice cuando llegué a
casa, aunque ellos (mis padres) no entendieron nada hasta que no leyeron la
carta. Antes de que papá y mamá dijeran “sí” una vez yo ya había dicho “por
favor” nueve veces, así que puse manos a la obra y preparé la ropa más
apropiada según las indicaciones de doña Laura. Luego me bañé bien todo el
cuerpo y el pelo, me limpié las orejas con bastoncillos, me corté las uñas de
pies y manos (bueno, las de la mano derecha me las cortó mi madre porque no
manejo bien el cortaúñas con la mano izquierda), me puse el pijama y me
presenté en la cocina dispuesto ya para cenar.
-
¡Pero si aún ni siquiera has merendado, hijo!
Era verdad, apenas hacía dos
horas que había vuelto del colegio, así que debían de ser las siete, más o
menos.
-
No importa mamá, hoy quiero acostarme temprano
para estar mañana en forma.
-
Bueno, pues ayúdame a prepararte la mochila y
luego te prepararé una buena merienda-cena para que puedas acostarte.
No recuerdo bien todo este rato
después, yo estaba pensando en la excursión y no me daba cuenta ni de lo que
estaba comiendo. Tampoco comprendí qué quería significar mi madre cuando dijo
eso de “si no lo veo, no lo creo”. Dormí como un angelito.
Cuando mi padre vino a
despertarme, yo ya estaba casi vestido y, al contrario que todos los días, fui
yo quien tuvo que esperar a que me hicieran el colacao. Mamá acabó de guardar
los bocadillos y el chocolate en la mochila justo cuando yo acabé mi desayuno,
así que me la puse a la espalda y le pedí a papá que no tardara, que yo lo iba
a esperar en el coche. No hizo falta pues bajó conmigo. Me hizo prometer que
tendría mucho cuidado y que no me separaría del grupo. Cuando llegamos al coche
me ofreció el asiento delantero, eso era muy raro, siempre decía que los niños
debían ir en los asientos traseros, por eso lo miré extrañado. Me dijo
sonriendo “hoy es un día especial”.
Al llegar a la puerta del colegio
vimos el autocar a medio llenar y la profesora, en la puerta, con su gorrita
roja y azul, parecía el inspector de la línea municipal de autobuses, aunque
nos saludó desde lejos como si fuese un militar. Cuando estuvimos cerca le
dimos los buenos días y ella preguntó si lo teníamos todo preparado, si
habíamos olvidado algo, si pensábamos pasarlo bien, si traíamos algún
instrumento musical… contestamos sí, creo que no, claro que sí, ah pues no… y
ella no supo qué decir.
Me despedí de mi padre y entré en
el autocar para sentarme, pero solté mi mochila en el asiento y volví a bajar.
Mi padre estaba saludando a don Pedro, a don Andrés, a don Juan y a don Antonio,
entonces tuve que saludar a Pedrito, a Andresín, a Juani y a Toñete. Por fin
llegó la hora de partir. Doña Laura pasó lista mientras nos íbamos colocando en
nuestros asientos, se cerró la puerta del autocar y arrancaron los motores.
Todos nos pusimos a decir adiós por las ventanillas y cuando por fin el autobús
se movió teníamos los brazos cansados de tanta despedida.
Ya en carretera empezamos a
cantar las canciones que se cantan en los autocares y casi sin darnos cuenta
llegamos al lugar establecido, La Parra. Todos nos repartimos entre los
monitores para mayor seguridad. Fue entonces cuando me di cuenta de que éramos
64 en total. Por supuesto, yo me integré en el grupo de doña Laura.
Cada grupo preparó una pequeña
incursión por el campo y todos quedamos citados en aquella explanada para la
hora del almuerzo. Nos dirigimos pues, nuestro grupo, hacia una plantación de
girasoles en donde nuestra profe pensó darnos una charla sobre cómo crecían y
cómo su flor giraba en dirección al sol. Aquello tenía lógica: gira-sol. Me
llamó mucho la atención y me acerqué a comprobarlo por mí mismo. Entré por una
calle de girasoles altos y, de pronto, me di cuenta de que no podía volver con
el grupo, las plantas formaban calles y las calles esquinas, y las esquinas, rincones,
y aquello no era otra cosa sino un laberinto de girasoles. En la feria del
pueblo ya había visto yo laberintos de cristales y espejos y yo había aprendido
el truco de que, mirando hacia abajo, a la parte donde se unen la pared y el
suelo, se nota por donde va el camino porque se ve donde hay y donde no hay
reflejos. Pero este laberinto no era una atracción de feria sino un gran
problema que resolver, así que decidí seguir estrategias.
La primera estrategia que pensé
era dar media vuelta y volver sobre lo andado, pero en esta época del año que
es tan seca y calurosa la tierra de labor está muy suelta y no se aprecian las
huellas. Pensé entonces camina alternativamente hacia derecha e izquierda.
Comencé a caminar, pero me atacaron los insectos y tuve que retroceder. Tomé
aliento y comencé a caminar de nuevo, pero esta vez, dando palmadas en el aire
y zapatazos en la tierra para cargarme aquellos bichitos. Al principio no eran
muchos y no acudían demasiado rápido, así que pude deshacerme de ellos. Fue
entonces cuando apareció ante mi vista un cartel que decía “NIVEL 2” y
empezaron a salir insectos de todos lados. ¿Qué significa esto?, me pregunté,
pero el ataque de mosquitos, hormigas y otras muchas especies, no cesaba, era
necesario repelerlo y ocupaban toda mi atención sin dejarme pensar en nada. Aun
así, después de ejercitarme largo rato en la lucha anti-insectos con gran
éxito, empecé a pensar qué podría estar ocurriendo. Ahora mis movimientos eran
reflejos y mecánicos casi, y esto me permitía pensar mientras seguía matando
mosquitos y hormigas (de vez en cuando un escarabajo que valía más) todo esto
de un modo casi automático.
Me di cuenta rápidamente de que
aquello parecía uno de aquellos juegos de ordenador a los que mi amigo Ramón me
había invitado a jugar alguna vez en su monitor. Monitor… monitor… No sabía si
tendría algo que ver… pero recordé que en nuestra excursión viajaban 12
monitores. En ese momento se abrió ante mí una nueva visión del laberinto de
girasoles: las esquinas que formaban en su retorcido discurrir formaban un
cuadrado perfecto de calles que se cruzaban entre sí. Observándolo mejor me
percaté de que no era un cuadrado perfecto sino una sucesión de ellos en todas
las direcciones, arriba, abajo, derecha, izquierda y en ambas diagonales, pero…
un momento, allí se acababan los cuadraditos, que habían formado entre ellos un
cuadrado mayor que contenía a todos los demás. Conté hasta ocho en horizontal y
otros ocho en vertical, así que había… 8 x 8 = 64 cuadraditos… ¡64 era el
número de excursionistas que habíamos venido! ¿Sería solo otra casualidad? En
la esquina inferior izquierda se podía leer: “White play W. Black play B” …
¡Ahora era un tablero de ajedrez que me invitaba a jugar! Pero, ¿qué estaba
ocurriendo aquel día en el campo? Todo aquello era increíble… ¡Tenía que hacer
algo!... Pensar, pensar, pensar… Veamos, si aquello eran juegos de ordenador
¿dónde estaba el teclado? Y ¿qué lógica secreta ordenaba que fuesen esos juegos
y no otros? ¿de qué manera podía yo elegir otros juegos?
Mientras intentaba razonar de
todas las formas posibles para averiguar la clave de todo este embrollo se iban
sucediendo pantallas ante mi vista, todas ellas diferentes… insectos, ajedrez,
sellos y monedas, naipes, circuitos de velocidad… de alguna manera extraña todo
empezaba a tener sentido: de los 12 monitores que venían con nosotros, uno era
un maniático del ajedrez, otro era aficionado a la filatelia y a la numismática
y otro hacía juegos y trucos con las cartas. A estos los conocía yo bien, pero,
además, en alguna ocasión, había visto casualmente a otro de ellos en el
circuito y, sin duda, el mote de “el mosca” que mis compañeros de cole le
habían puesto a otro de ellos, venía a cuenta de su afición por las colecciones
de insectos. Así que eran las aficiones preferidas de mis monitores las que me
estaban incitando a participar en ellas. Pero mi intuición me decía que no
debía aceptar jugar a nada que me fuera impuesto de forma insistente, sin
embargo noté una fuerte atracción, irresistible diría yo, que me anulaba la
voluntad y la resistencia, con un juego nuevo para mí, jamás visto antes de
ahora, y que además coincidía con las aficiones literarias de doña Laura: se me
invitaba a dejar libre mi fantasía pero dotándola de un instrumento mágico que
fuera capaz en cada momento de conectar con la compleja explicación lógica del
entendimiento y del conocimiento, ese instrumento era el lenguaje. Se me
invitaba, en definitiva, a crear un cuento y vivirlo en ese mismo momento, pero
no solo eso, sino que, por añadidura, tendría que escribirlo. Yo nunca había
intentado cosa semejante y la idea me fascinó. Tanto que no pude resistirme y
entré en él.
Entonces me di cuenta de que
había elegido opción y todo lo que antes os he relatado no era más que el
“menú” previo. Ciertamente, ahora era mi voluntad la que imperaba. Solo
sucedería lo que yo quisiera que sucediese y de la forma que yo decidiese y en
el justo momento que yo eligiese.
Recordé el recuadro
SALIDA: 09.30
HORAS
|
REGRESO: 19.00
HORAS
|
LUGAR
|
LA PARRA
|
CUIDADORES
|
12 MONITORES
|
que tenía aprendido de memoria y
pensé que no había surgido espontáneamente de mi inventiva, así que decidí
modificarlo y me puse a pensar cómo lo haría.
Noté entonces que el estómago se hacía sentir pues desde el colacao que
me hizo mi madre no había vuelto a tomar nada. Por eso se me ocurrió comerme
algunas letras y algunos números de aquel cartel. Así lo hice con gusto, me
sorprendió comprobar el diferente sabor de cada letra y me llamó la atención lo
apetitosos que estaban algunos números. Cuando calmé el hambre aún quedaban
signos y quise componer algo con ellos:
S
9. 0 HS
|
RE 19O
|
AR
|
LA PA
|
ADES
|
1 TO S
|
No se me ocurría nada así que,
por si acaso, almacené aquellos signos para cuando me fuesen útiles y me
dispuse a jugar ya de verdad. ¿Os imagináis cómo se ve el agua de una piscina
desde el trampolín? ¿Os podéis imaginar cómo se desea entrar en esa agua cuando
tienes calor? Y ¿habéis analizado alguna vez lo que sentís cuando entráis de
cabeza en esa agua fresquita de la piscina? Ahora yo estaba dentro de aquella
piscina, dentro del juego, yo mismo formaba parte de mi propia fantasía, de
aquel mundo mío, pero de alguna mágica forma extraña porque yo no estaba
imaginando sino viviendo todo aquello.
En ese mundo que yo creí mío,
había dos templos con tradición iniciática en los misterios mágicos. Eran
Dendera y Abydos. Yo era consciente de todos estos conocimientos como si me
hubiesen sido regalados e inyectados en mi memoria de forma instantánea. Y yo
consideraba a Dendera como el captador de futuros magos y formador de los
mismos, y a Abydos como el templo consagrador donde se hacían los rituales de
alta magia.
Cuando se celebraban los
misterios mágicos, en Dendera se hacían rituales públicos consistentes en una
procesión de las partes del cuerpo del mago. Cada parte, representada en barro
amasado con trigo, provenía de una provincia del país, culminando con la unión
de todos los trozos que formaban la figura completa del mago que, en procesión,
entraba en el templo. Pero ahí ya no podía entrar todo el mundo, tan solo unos
pocos, el mago porque ya había alcanzado todos los grados máximos de
iniciación, los sacerdotes y sacerdotisas, los selladores, los escribas y los
iniciados. Según iba entrando la procesión por las distintas cámaras del templo
los selladores iban cerrando las triples puertas (de oro, plata y bronce)
poniendo un sello en ellas y dejando atrás a los que no habían alcanzado el
grado de iniciación suficiente como para pasar a la siguiente cámara. Quienes
conseguían llegar a la novena cámara (el número nueve siempre ha sido
considerado mágico y símbolo del fin) pasaban a ser sacerdotes o sacerdotisas
oficiales del templo al que se les destinase. A la última cámara solo podían
acceder el Mago, un sellador, un escriba y, eventualmente, el nuevo candidato
para ser nombrado Mago.
La magia partía de la base de que
todo el universo era una vibración de mayor o menor intensidad. Que el Sol era
una fuente inagotable de energía y que cada estrella, cada planeta e incluso
cada ser natural, por pequeño que fuese, también tenía su energía, aunque con
distinta tasa vibratoria y diferente medida. El Mago conocía de una forma total
y absoluta las distintas energías de la naturaleza y cómo canalizarlas. En los
ritos mágicos se utilizaban colores, el azul para representar a Dendera y el
blanco y verde oscuro (nocturnidad) para Abydos. Los tres colores unidos
conforman el turquesa, color mágico que se repetía en todo el mundo que tenía
delante de mí.
El camino a seguir estaba claro,
primero debería ingresar en Dendera para intentar conseguir un grado de
iniciación lo suficientemente bueno como para que los sacerdotes se fijasen en mí,
por tanto, amasaría con barro y trigo una parte de mi cuerpo para unirla con
las otras partes de los otros iniciados de las demás provincias y entre todos
formaríamos el cuerpo del Mago con el que entraríamos en Dendera en procesión.
A partir de ahí, debía de estar muy atento si quería llegar a la novena cámara,
tendría que ser nombrado candidato a Mago y lograr ser elegido.
Teniendo claras mis ideas,
comencé el camino. Inicié así un periodo de gran actividad, muy adecuado para
intensificar la actividad mental o para enfrentarme a problemas que requerían
un tesón especial. Debía tener cuidado con las reacciones inesperadas o con mi
propia agresividad ya que podrían meterme en verdaderos líos. Todo indicaba el
inicio de un periodo importante de trasformación personal. Probablemente me
esforzaba para cambiar ciertos aspectos de mi carácter y trataba de analizarme
de forma más profunda a mí mismo. Las influencias de la magia tendían a
estimularme la agudeza mental y me sentía especialmente preparado para los
trabajos que requerían precisión y detalle. Ejercía autocontrol y evitaba las
situaciones que conllevaban un cierto peligro para mí. Debía enfocar toda mi
energía de una forma siempre constructiva para dar mayor impulso a mi
aprendizaje porque experimentaba acontecimientos inesperados que podían romper
mis esquemas. Necesitaba reaccionar rápidamente ante las circunstancias y tener
una cierta capacidad de adaptación.
Mi cuerpo rebosaba vitalidad
cuando llegué a las puertas de Dendera. Allí esperaba un anciano que con solo
su mirada me comunicó que debía vaciar mis bolsillos para desposeerme de mis
propiedades. Noté al anciano alterado de felicidad cuando vio las letras que yo
guardaba
S
9. 0 HS
|
RE 19O
|
AR
|
LA PA
|
ADES
|
1 TO S
|
y me dijo que era una necesidad
del ser mágico que yo pasara urgentemente, pero que no olvidara entrar conmigo
algo de barro y trigo para amasarlo dentro. Así lo hice y entré. Vi la
sobriedad del azul en las majestuosas puertas de Dendera. Un sacerdote cuyas
barbas eran de color turquesa y que sabía preguntar sin hablar, quiso saber si
yo era el niño que había matado tantos insectos en el “NIVEL 2” y asentí. Me
dijo que fueron exactamente 999 mosquitos, 99 hormigas y 9 escarabajos, que
podía pasar al interior, que vendría conmigo y que nos acompañarían los
selladores y los escribas. Hasta entonces no me había dado cuenta, pero detrás
de mí se quedaban muchos niños llenos de picaduras en la cara y en los brazos,
sacudiéndose el cuerpo de hormigas. No pude ver más detalles porque cerraron
las tres puertas de la primera cámara.
Después tuve que explicar por qué
había elegido entre todas las demás opciones la de escribir el cuento, que era,
precisamente, la más difícil (menos mal que no me preguntaron cuándo pensaba
hacerlo) y cuando di mis explicaciones oí los portazos metálicos de la segunda
cámara. Ya en la tercera noté la necesidad de amasar la pasta de barro y trigo y
me puse a ello. Mientras removía para que se mezclaran bien, pensaba en qué
parte del cuerpo decidirme a representar. Si elegía una parte importante, como
la cabeza, el tórax o alguna de las extremidades, parecería un tanto
presuntuoso y, además, probablemente, incurriría en repetición con algún
iniciado de otra provincia, pues era casi seguro que alguno entre tantos
eligieran esas partes. Pero también pensaba lo contrario, o sea, que elegir una
parte poco importante podía interpretarse como una falta de respeto y también
de dignidad. Para decidirme tuve que recurrir al más puro y simple estado de
relajación mental, la abstracción.
Me aparté del trato de la gente y
empecé a considerar el aspecto de cada parte del cuerpo separada de los otros
aspectos con los que se da en la realidad. Intentaba extraer de las imágenes
sensibles de las cosas las ideas o conceptos universales, prescindiendo de los
aspectos individuales y concretos en los que se encuentran realizados. Pero
deseaba no reducirme simplemente a la operación intelectual de abstraer, sino
que, además, hacía lo mismo con el contenido caracterizado por el sentimiento y
pude sentir lo abstracto. Lo mismo hice con la sensación y con la intuición.
Así llegué al conocimiento inmediato de la verdad de una cosa, sin necesidad de
razonamiento.
Elegí el ojo, por fin, y lo
moldeé con aquella pasta de trigo y barro. Exactamente cuando hube terminado
llegó la hora de la composición de la figura del Mago para comenzar la
procesión. Una intensa luz turquesa llamó mi atención y pude salir de mi estado
para concentrarme ahora en la reunión con aquel sacerdote. Con él, estaban también
mis compañeros Pedrito, Andrés, Juani y Toñete ¡qué sorpresa!, ellos estaban
haciendo el mismo camino que yo, aunque ciertamente, habían llegado allí por
otros derroteros inimaginables ahora.
Pero no debía entretenerme en pensamientos triviales y pedí permiso al
sacerdote para componer ya la figura del Mago. Lo hube dicho y ya estuvo, en un
tris.
El ser humano es zarandeado por
fuerzas extrañas a su naturaleza (la necesidad impuesta de consumir, el
esnobismo de aparentar, la quiebra de los valores éticos) y siente que tales
fuerzas le sobrepasan. En aquella figura del Mago, compuesta por todos los
trozos, se intuía la necesidad de poner orden en el desarbolado pensamiento del
ser humano. Pero sucede que el pensamiento se reúne en el “logos” que es la
inteligibilidad misma, la palabra. Contando la figura de la procesión, el
sacerdote, un escriba, un sellador y mis cuatro compañeros y amigos y yo mismo,
resultó que sumé 9, el número mágico, y, como por arte de magia, acudió a mí la
palabra y expliqué:
Tres son las puertas de cada
cámara, oro, plata y bronce. Tres son las membranas del ojo, retina,
esclerótica y córnea. Y tres por tres son nueve que es el número que formamos y
el número de cámaras que hay en Dendera. Nueve años tenemos cada niño y la suma
de las edades de los cinco es cuarenta y cinco (9x5=45). La suma de las dos
cifras de cuarenta y cinco es nueve (4+5=9). Tanto el escriba como el sellador
tenían cada uno 18 años (1+8=9) y el sacerdote tenía 81 (8+1=9). También
calculé mentalmente, por medio de la magia, que nueve elevado a la novena potencia
arrojaba el resultado de 440.563.869, y que sumando sus cifras entre sí
(4+4+0+5+6+3+8+6+9=45) daba de nuevo el número 45 que volvía a convertirse en
9. Esta fue mi explicación acerca de cómo y por qué elegí el ojo.
Después de mí, mis compañeros
explicaron sus razones de haber elegido la mano, el oído, la nariz y la lengua,
y quedamos sorprendidos al comprobar que habíamos elegido los cinco sentidos
corporales. El anciano, que había permanecido impasible delante de nosotros
escuchando nuestros argumentos y acariciando sus barbas de color turquesa,
después de comprobar que el escriba había anotado bien todo lo allí hablado,
ordenó al sellador que hiciese su trabajo. Pasábamos pues, a la cuarta cámara,
pero una vez allí, me di cuenta de que ya no estaban conmigo mis cuatro amigos
del colegio. El anciano me explicó que la cámara anterior era el cruce mágico
de las nueve cámaras (3x3=9) y que mis compañeros estaban también en sus
cuartas cámaras, cada uno por separado y cada uno con su propia procesión que,
a su vez, era la misma para todos., Era la distinta tasa vibratoria y la
distinta medida de nuestras energías lo que nos situaba a cada uno en un plano
diferente de apreciación sensorial. Yo no podía verlos porque había elegido el
ojo, en cambio, ellos a mí, no podían oírme, olfatearme, gustarme o palparme,
según qué sentido había elegido cada cual. El mago conocía, como ya sabemos, las
distintas energías de la naturaleza de una forma total y sabía también cómo
canalizarlas. Reunió para sí los cinco sentidos de los que los iniciados nos
habíamos desprendido y de esa manera pudo estar en mí y en cada uno de mis
amigos. De alguna forma, el sacerdote ya era parte nuestra y también nosotros
éramos parte suya. Aquel era, sin ninguna duda, el paso del ecuador en nuestra
iniciación. Cruzamos de la cuarta a la quinta cámara. Oro, plata y bronce
fueron sellados una vez más ante mi mirada expectativa.
Ya en la quinta cámara observé en
mi piel ligeros reflejos azulados y pensé que serían producto de haber dado
cabida en mi cuerpo al sacerdote de las barbas turquesa, pero pude comprobar
que no era esa la causa: mi estancia en esta cámara estuvo promocionada y
promovida por el azul turquesa, que paulatinamente me cedía sus tonalidades en
la piel, su brillo en las uñas, su color en el pelo, su magia en mí. Yo asumía
esa influencia mágica (no sé si decir mejor afluencia mágica) con naturalidad y
sin sobresaltos porque siempre supe que no era la magia la que tomaba posesión
de mí sino yo quien tomaba posesión de la magia. Así transcurrió mi estancia en
esta cámara y no me extrañé cuando vi cerrarse las tres puertas nobles sin que
hubiera pronunciado palabra alguna.
La sexta cámara era radiante. El
azul se apoderaba de las formas de una manera simbiótica y no solo yo me
convertía en azul, sino que, desde mi centro, una radiación, una vibración o
una emisión azul turquesa se agrandaba y se extendía por toda la atmósfera
hasta convertir todo el ámbito en una visión plana totalmente azul. Yo era la
fuente de energía, pero me notaba perfectamente delimitado en mi entorno. Esta
situación la recordaba como sensación en un momento anterior. Efectivamente,
todo lo que había sucedido era exactamente lo que yo había decidido que
ocurriera. Atravesé las tres puertas metálicas que tras de mí fueron selladas
pensando llegar a la séptima cámara. Pero aquel fue el momento de mayor
confusión de toda la odisea. O quizá fue el momento de mayor lucidez: Yo sabía
qué poco espacio separaba lo verdadero de lo falso, qué débil era la frontera
de la luz y las sombras, qué cercano el amor al odio, qué escaso el tiempo en
la eternidad. Yo lo sabía todo. Todo menos dónde situarme en aquel momento.
Siete artes, siete sueños, siete cielos, siete días en aquella séptima cámara
que me hacía dudar de todo. Pero de pronto recordé el ojo que yo había modelado
con aquella masa de trigo y barro, el ojo que me había privado de ver con
claridad todos los ámbitos y las facetas de las cosas, el ojo que asimiló el
sacerdote de las barbas turquesa, el ojo que me acompañaba en procesión, el ojo
del Mago. ¡Claro! ¡Esa era la clave! El ojo del Mago, al igual que sus otros
cuatro sentidos, era un órgano perfecto. El ojo del Mago era un ojo crítico. Me
haría ver mi verdadera posición…
Haciendo uso de las enseñanzas
que había adquirido en el trascurso de todo este proceso (o procesión) canalicé
mi propia mirada a través del ojo del Mago y pude ver claramente cómo se
sellaban las tres puertas de la octava cámara. Esa era mi posición correcta, la
octava cámara. La séptima se había convertido en la octava cuando se disipó la
duda, pues resolver una pequeña duda es en realidad un paso crucial en la vida.
Allí me hicieron ver que ya era candidato a Mago pues partía ¿recuerdas? de la
base de que todo el universo era una vibración de mayor o menor intensidad, que
el Sol era una fuente inagotable de energía y que cada estrella y planeta,
incluso cada ser natural, por pequeño que fuese, también tenía su energía,
aunque con distinta tasa vibratoria y distinta medida… me hicieron ver que ya
conocía de una forma total y absoluta las distintas energías de la naturaleza y
cómo canalizarlas… De todo mi plan para llegar a ser Mago solo quedaba lograr
ser elegido, pues ya era candidato, y según los rituales de la magia, como ya
dije, el candidato podía pasar a la última cámara acompañado por el Mago, el
escriba y el sellador.
Pasemos, pues. El Mago me miraba
fijamente y ahora yo lo miraba como a un igual, por cierto, se parecía
demasiado a mi profe. Sin preámbulos de ningún tipo me dijo escuetamente:
Demuéstrame tu magia escribiendo
ahora este cuento que has creado.
Tuvieron que zarandearme para que
despertara. Se me hacía tarde para ir al cole y ya se me estaba enfriando el
colacao. La excursión del sábado había sido agotadora y no había descansado lo
suficiente por la noche. Para colmo, ayer domingo conseguí un buen dolor de
cabeza de tanto jugar al ordenador en casa de Ramón, así que también pasé una
mala noche. Estaba rendido. Pero el deber era inexcusable, tenía que ir al
colegio. Me vestí y calcé lo más rápido que pude. Me lavé la cara y me peiné.
Tomé mi desayuno y guardé mi bocadillo para el recreo. Bajé con mi padre al
coche y, como es natural, me senté en el asiento posterior y después de una
pequeña cabezadita llegamos al colegia o la hora justa.
Una vez en clase, Pedrito,
Andrés, Juani y Toñete me preguntaron si había traído el cuento escrito, pero,
antes de poder reaccionar, doña Laura pronunció mi nombre:
Daniel Espinosa Guerrero
Mi nombre, en su voz, sonaba
siempre como impregnado de una complicidad sin motivos.
Mis amigos tapaban sus risitas
con sus manos azuladas… ¡Sorpresa! El corazón empezó a latirme muy deprisa. Mi
profesora me dijo:
Daniel, ya he recibido tu cuento
por mi impresora y quiero que sepas que ha sido el último en llegar a mi
conocimiento.
Ya en el recreo, mientras nos
comíamos el bocadillo mis cuatro aventureros amigos y yo, me di cuenta de que
nosotros cinco éramos los únicos en toda la clase que teníamos los ojos tan
azules como doña Laura. Cuando lo comprendí todo empecé a desear que llegara la
noche, pues también comprendí que la noche era Abydos, el sitio, el lugar, el
momento idóneo para los rituales de alta magia: el sueño.
Desde entonces duermo como un
angelito.
02 junio 2019
PASSE-PARTOUT (Narración corta)
Yo soy una chica muy curiosa. Me encanta enterarme de
cosas nuevas (aunque solo sean nuevas para mí) y preguntar por todos los
detalles. Pero no solo me interesan las novedades sino también las cosas
antiguas que no conozco y que, por lo tanto, son nuevas para mí (por eso el
paréntesis anterior). También soy aún muy joven, nací en la segunda mitad de
los noventa y mi uso de razón es entero del siglo XXI. Para quien me conoce,
todo esto es una obviedad, pero lo comento, o lo aclaro, para que se comprenda
mejor lo que voy a contarle (al menos la primera parte del relato porque la
segunda no se explica con esta introducción).
Desde que mis padres murieron en aquel extraño
accidente, hace ya algunos años, vivo sola en casa. Con lo que me dejó el
seguro pude levantar la hipoteca y puedo llevar una vida más o menos tranquila
administrando la pequeña galería de arte que me aventuré a poner en marcha. Quiero
traerme a mi abuela a vivir conmigo y vender o alquilar su casa, pero se niega
en redondo. Este hecho me obliga a visitarla a menudo porque también ella vive
sola y solo nos tenemos la una a la otra. Por eso no lo hago a mi pesar (lo de
visitarla a menudo), sino cada vez con más agrado.
A mi abuela le gusta mucho mirar fotos antiguas.
Muchas tardes, cuando voy a visitarla, saca un álbum grande y grueso o una
vieja caja de lata donde tiene cientos de ellas. A mí, acostumbrada a usar el
móvil para sacar fotos y el mismo móvil para verlas luego, y poder editarlas,
recortarlas o eliminarlas, me fascina el hecho de tener en las manos tantas
imágenes (muchas en blanco y negro) y no poder hacer otra cosa con ellas sino
solo mirarlas. Miro una y otra y otra y, en pocos minutos estoy al final del álbum,
y en unos pocos más ya he repasado toda la lata. Pero mi abuela no es como yo,
ella tiene otro “tempo”, se pone a mirar una foto y comienza a contarte
historias, qué día era aquel, quién era este o aquella o porqué se hizo la
foto. La abuela, que es tan calladita habitualmente, mirando fotos puede hablar
por los codos, aunque a veces se queda mirando alguna en silencio y prefiere
soltarla para coger otra y seguir contando historias. Un álbum de fotos en sus
manos es como una novela de muchas páginas. Aquella caja de lata, una
biblioteca.
Pero no tengo yo hoy la intención de contarle tantas
historias, ni siquiera alguna de ellas, no. Solo quiero contarle algo que
surgió paralelamente, algo oculto que, esta chica curiosa pudo descubrir entre
aquellas inalterables y sempiternas imágenes.
Yo iba separando las fotos, haciendo montoncitos con
ellas, según la abuela me contaba sus historias. Un montón para familia, otro
para amistades, uno más para viajes, en fin, ya sabe. En un mismo montoncito fui
guardando aquellas fotos donde se veía alguna persona que mi abuela no era
capaz de reconocer. Quizá parientes lejanos que se dejaron fotografiar en una
ocasión determinada, quizá amistades olvidadas porque no llegaron nunca a ser
más íntimas, o puede que simplemente fueran extraños que, sin pretenderlo, se
colaron por el objetivo de la cámara por casualidad, por haber estado por allí
en aquel momento. Extraños que se han convertido en familiares involuntarios. Fieles
acompañantes de papel. El caso es que entre ese montoncito de fotografías
localicé dos que hoy me quitan el sueño.
Una es de mi madre durante su viaje de luna de miel (según
dice mi abuela). Es París. Ella posa en los Campos Elíseos, con el Arco del
Triunfo detrás, con el sol parisino encerrado en su interior. Por la izquierda
de la foto se ve medio hombre, aunque el rostro se le ve completo, dando un
paso largo para colarse en un recuerdo que no era suyo. Bajo el brazo lleva una
carpeta roja, que se ve a medias, grande, como las que usan los dibujantes para
llevar sus bocetos. Las conozco bien gracias a mi actividad como galerista.
En la otra fotografía también se ve a mi madre. Mi
abuela cuenta que con esa foto mis padres le dieron la noticia de que se
encontraba embarazada de mí. Por lo poco que se ve al fondo, el paisaje parece
ser Madrid, puede que Barcelona, por los edificios y el ambiente parece España,
pero podría ser cualquier otra gran ciudad europea. Ella está muy guapa, con el
semblante alegre, sentada en la terraza de alguna cafetería, copa en mano,
haciendo el gesto de brindar con quien toma la foto y con quien la mire. Pero
por detrás de la escena se ve otra mesa donde está sentado un hombre que toma
café y que tiene en el suelo, apoyada sobre el lateral de su mesa una carpeta
roja, como la que he descrito antes, que también se ve a medias.
Cuando las tuve juntas, una foto en cada mano, miraba
una y miraba la otra y no podía entenderlo. El hombre sentado y el medio hombre
del paso largo era la misma persona. Estoy segura. Y portaban la misma carpeta.
Sin ninguna duda. Así de claro, pero también de incomprensible. ¿Extraños casuales?
¿Gente de la calle que pasaba por allí? En las dos fotos, aunque sin demasiado
detalle, se aprecia bien el rostro. Estoy segura de que se trata de la misma
persona.
En ese caso, sin duda, la segunda foto también habría
sido tomada en París, de otro modo sería muy improbable tanta casualidad. Pero
entre una foto y la otra debía mediar aproximadamente un año de intervalo
porque en una foto mi madre tenía un peinado de pelo corto que dejaba ver sus
perfectas orejas y en la otra lucía una melena por encima de los hombros. La
ropa en ambos casos era primaveral o incluso de verano, por eso digo que al
menos un año, o puede que dos, pero no más, porque el hombre de la carpeta roja
no mostraba ningún cambio de aspecto.
-
- - - - - - - - - -
Han pasado algunos meses desde que escribí esto, casi
un año.
Desgraciadamente, mi abuela se sintió indispuesta y me
llamó por teléfono. Solicité una ambulancia y acudí rápidamente en su auxilio.
Aún llegué a tiempo de verla viva unos minutos. Pero fue un derrame cerebral
cruel y casi fulminante. El último gesto en su semblante, sin embargo, no fue
de dolor sino más bien de conformismo o de rendición. Jamás olvidaré la
sensación de paz que emanaba y que le vi en su mirada. Este inesperado y
doloroso suceso propició que se borrara del mapa de mis preocupaciones (al
menos temporalmente) el misterio del personaje de la carpeta roja.
Tras algunas semanas que pasé con bastante
desconcierto, comencé a tener episodios de dolor y de rabia intentando asumir y
aceptar que ahora estaba sola en el mundo, decidí volver a tomar las riendas de
mi vida y tracé planes para recuperar el control de mis días.
Mi abuela lo tenía todo muy preparado y resuelto y no
hubo ninguna complicación con sus últimas voluntades. El notario me entregó
todos los documentos de sus propiedades, su casa, sus cuentas bancarias y sus
enseres. En fin, no quiero entretenerme con estas cosas sin interés que, como
no pudo ser de otra manera, se sucedieron con naturalidad y con normalidad.
Contraté una empresa para que pusiera orden en la casa
de la abuela (ahora de mi propiedad) y concedí permiso expreso para que se
pudiera tirar todo aquello que, a criterio de los operarios, no mereciera
conservarse. Delegué esa tarea a conciencia, sabiendo que yo no sería capaz de
desprenderme sin remordimientos de tantas cosas que habían sido guardadas tanto
tiempo con cariño (quién sabe por qué razones).
La empresa hizo su trabajo y me envió un correo
electrónico para comunicarme el final de sus actuaciones. En él me aclaraba que habían dejado en el
inmueble una carpeta que, si bien lucía bastante deteriorada, su contenido
pudiera ser valioso, por lo que lo mejor sería que “usted misma decida su
suerte”, decía textualmente el mail, que adjuntaba una foto de la mencionada
carpeta. Mi corazón se puso a dar botes en mi pecho.
El correo me llegó estando yo en Málaga negociando el
trato para la próxima exposición de pintura en mi galería. Me entrevistaba con
Juan Manuel (así firma sus obras), un hombre maduro, sexagenario ya, aunque pintor
emergente y alternativo, aún poco conocido, pero dueño de un pincel de
búsquedas constantes. Notó mi turbación y me ofreció asiento y un vaso de agua
fresca. Muy comprensivo, sin preguntar, dejó que yo aplazara el encuentro, me
pidió un taxi para el aeropuerto y me acompañó a la puerta. Inicié el viaje de
regreso a casa impaciente por ver qué podía contener la carpeta roja. Estaba
segura de que se trataba de la carpeta roja que había visto en las fotografías
de mi madre, pero no podía comprender cómo mi abuela no solo no me había
hablado de ella, sino que incluso me la había ocultado. Durante el vuelo hice
toda clase de absurdas conjeturas. Llegué tarde y bastante cansada a casa.
Después de la ducha y de una frugal cena me fui a dormir pensando en
inspeccionar la carpeta por la mañana. Pero la noche solo estaba empezando.
A las 5.45 de la mañana me despertó la llamada de la
policía. Me avisaban de que se había producido un robo en mi propiedad (la casa
de mi abuela) y que debía personarme en el lugar para hacer una relación de los
objetos robados y adelantar una estimada valoración de los mismos, para más
avanzada la mañana, presentar la correspondiente denuncia. Llegué bastante
pronto, a esas horas el tráfico es fluido, y fui recibida en el portal por una
pareja de policías que, tras comprobar mi identidad, me explicaron paso a paso
(fue casi como un tutorial) todo lo que tenía que hacer, primero en la comisaría
y luego en mi compañía de seguros. Yo estaba ansiosa por acceder al interior de
la vivienda para buscar la carpeta roja, aquella misteriosa carpeta roja que
había vuelto a ocupar mi mente después de casi un año sin preocuparme ni
siquiera acordarme de ella, pero aún me hicieron esperar un rato porque se
estaba realizando la inspección ocular y la toma de fotografías y de posibles
huellas.
Hasta casi las diez no pude entrar en la casa. La
carpeta roja estaba allí pero no había nada en su interior. En la denuncia que
presenté horas después adjunté una copia impresa del correo electrónico que me
remitieron acerca de aquella carpeta. Era la única evidencia que tenía de que
algo valioso pudiera haber contenido. Hoy, cuatro meses después, que nada se de
las pesquisas policiales (si las hay), el seguro me comunica que no considera
ninguna indemnización. Me encuentro pues en vía muerta, este tren no me lleva a
destino alguno.
-
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Retomo de nuevo estos apuntes tras otros varios meses
de parón pues creo haber encontrado una pista que puede ser reveladora: Yo estoy
registrada en un servicio de internet que ofrece información puntual acerca de
las exposiciones de pintura que se realizan en las galerías que estamos dadas
de alta en el portal, así, de las que yo organizo en mi sala, consigo una
cobertura más internacional, y conozco otras galerías y otros autores de los que de otra manera jamás tendría
conocimiento. El servicio está enfocado sobre todo para uso de coleccionistas
de arte (no sabéis la cantidad de divisas que pueden mover) ávidos por hacerse
con obras de arte o para seguir especulando con ellas. Mensualmente llega a mi
cuenta de correo de la galería de arte una gaceta informativa (que a veces ni
me molesto en mirar) que inesperadamente en este último boletín me ha puesto de
nuevo el corazón en vilo. Veo que la semana que viene se inaugurará en una
Galería de París una exposición de dibujos de un tal Juan Manuel. No viene su
foto así que no puedo saber si se trata del pintor que traté de captar en
Málaga, pero lo que más me conturba es la imagen que acompaña el anuncio de la
exposición. Se trata de un dibujo a lápiz plomo y sanguina, el retrato de una joven que
tiene un alarmante parecido con la joven que fue mi madre. Por otro lado,
también en internet he averiguado que en Málaga existe una filial de la empresa de mudanzas
con la marca “Juan Manuel e hijos S.L.”
Ya tengo el viaje comprado y la reserva de hotel en París.
El lunes os cuento.
28 abril 2019
NOTAS (Microrrelato)
HISTORIAS DE RISA PARA NO REIRSE
Capítulo 3
- Estaban acostumbrados a no verse todos los días. El
trabajo de ambos les exigía turnicidad y los dos tenían asumido ese
contratiempo en su convivencia. Quizá se podría decir que ninguno lo
consideraba como un contratiempo sino que casi lo tenían como una ventaja, ya que
les ayudaba a mantener la relación más fresca e intensa, esquivando la
monotonía que suele instalarse en las vidas rutinarias y repetitivas. Eso
decían a sus amistades. Vivían tanto tiempo solos uno y otro que la persona
encargada de la limpieza y el mantenimiento del apartamento no pensaba que allí
conviviera una pareja de enamorados. Ni siquiera veía ropa para dos.
Tenían muy perfeccionado el sistema de las notitas
escritas. Lo usaban para casi todo: “Cuando puedas pasa la aspiradora” o “El
congelador está casi vacío” o “Ya ha venido el de la inmobiliaria y le he
pagado el alquiler” o “Hoy te he echado de menos muy especialmente, te quiero”
o “Estoy deseando que llegue ya el día uno” o “Avión ya”.
En una cajita de cartón decorado, comprada en los
chinos, guardaban sistemáticamente las notitas una vez que ya se habían leído.
Era como un álbum de recuerdos, algunos banales y otros más trascendentes.
Entre las entrevistas realizadas a sus amistades y a
los trabajadores del casero y el análisis del interior de esa cajita, Sr.
Comisario, hemos podido determinar que a esta pragmática parejita de
homosexuales (o a este par de maricones, como a usted le gusta llamarlos) no les
ha pasado nada, excepto que les han allanado y robado el apartamento. Ellos se
encuentran de viaje celebrando su 25 aniversario y, gracias a sus allegados, ya
hemos podido contactar telefónicamente con ellos para darles conocimiento del
hecho.
- Muy bien, Pérez. ¿Les ha informado de sus derechos
como víctimas? ¿Qué han dicho? ¿Van a denunciar?
- Sí, Sr. Comisario, van a poner la denuncia por el
robo y van a interponer una querella contra usted por delito de odio.
24 febrero 2019
ALUSIÓN, ILUSIÓN (Microrrelato)
ALUSIÓN, ILUSIÓN
En su programa siempre intentaba que los oyentes
participaran. Y no solo en directo a
través del teléfono sino también por otros medios. Cada noche facilitaba la
dirección de correo electrónico, un apartado de correos y el número de móvil
donde recibía los WhatsAap.
La franja horaria que el programa ocupaba en el aire era
bastante intempestiva pero, asombrosamente, la gente participaba como si fuera
de día y había cientos de llamadas.
La estructura del programa era sencilla: Tras los saludos
iniciales, el locutor proponía un tema de debate y leía un texto, generalmente
escrito por él mismo. Luego daba un tiempo prudencial para meditar con algún
tema musical (qué bien los seleccionaba, siempre a colación del tema) y ya después
comenzaba la participación.
Aquella noche el tema fue “sentirse aludido”. Con voz evocadora, y a ratos trémula, habló de
un despertar juntos en alguna habitación de hotel, de un desayuno sin prisas,
de un paseo por la ciudad, bebiendo de las fuentes sus aguas frescas. Proyectó
una búsqueda, un querer, una intención de ser. Recordó una playa solitaria tan
temprano, un amanecer con olas, una marea. Enarboló besos y relató silencios
misteriosos. Una ventana abierta y aquella puerta que se cerró inesperadamente,
¿por qué viento? ¿qué pasó?
Entonces quise llamar. Pero preferí estar a la espera y ver
si llamaba ella.
27 enero 2019
CRONO (Microrrelato)
CRONO
Miró a su alrededor buscando alguna cafetería pero su vista
se detuvo en un comercio que parecía ser nuevo. Nuevo es un decir, pensó,
porque tenía toda la apariencia de llevar allí un siglo. No sabe qué le llevó a
la puerta. Era una tienda de antigüedades.
Decidió entrar solo por curiosear y matar el tiempo.
Miró toda una galería de recuerdos ajenos que luchaban por
durar detrás de las vitrinas. Aún quince minutos para la cita. El anticuario
pone en venta objetos con historia, se dijo para si.
Abanicos con firmas de toreros que han sobrevivido a la
mujer de mantilla, pitilleras de plata con iniciales grabadas, alhajas de oro
viejo diseñadas por un desaparecido. Diez minutos.
Relojes, cachimbas, estilográficas, cartas nobles de amores
vulgares.
Un viejo, dueño de tanto residuo, con esa voz inconfundible
de las pesadillas y esa lengua bífida de tiempos, ante el vago interés de la
visitante, acomodaba el precio de todo pidiendo cada momento menos por algo que
cada vez, decía, vale más. Seis minutos.
Necesitaba un leve descanso. Perder algunos años de la suma
total de siglos que habitaban en ella. Cinco.
Salvarse de esas garras artrosis incurable, de esa mirada,
resquemor puro, cuatro, de ese lapidario, de ese museo-mausoleo insolente donde
todo se revuelve en compañías impertinentes. Y aquel espejo. Tres.
Mira una vieja foto. Una mirada límpia que el color sepia distorsiona
en el daguerrotipo la mira ahora. De frente. Una frente a otra. Dos.
Dos ojos que la desarman, que la hacen desprenderse del
tiempo real, desasirse del espacio, del aire. Uno.
Una atracción irresistible hace que robe esa imagen. Y deja
en su lugar el billete del metro que aún tenía en su mano. A través del cristal
mira la calle y ve que su cita la espera. La espera. La calle. El otro lado del
cristal. Ninguno. Se acabó el tiempo.
Nota del autor: Este pequeño relato que firmo no nace de mi
inventiva, yo solo lo reproduzco tal y como me lo contó aquella inquietante
persona de la que solo recuerdo haberle comprado este antiguo billete de metro
y que guardo no sé muy bien por qué.
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