PEAJE
Tres años cambiaron todo
el paisaje.
Juan había trabajado esas
tierras toda su vida. Allí nació y allí sigue todavía, ochenta años después. Su
mundo era aquella casa de campo en la colina, aquellos valles y vaguadas,
aquellas lomas, las praderas, los sembrados y los barbechos. Desde los doce o
trece años trabajó la tierra con la yunta, con su padre hasta que murió, luego a
solas con su sombra, casi cincuenta años más. Dedicó toda su vida a labrar y cuidar
la tierra, acarició sus crestas, le dibujó horizontes, peinaba sus cosechas,
lavaba sus heridas, y hasta las propias arrugas de su rostro semejaban los
surcos del arado. La vida le regaló dos amores, una esposa durante casi diez
meses y una hija que se cambió por ella en el parto. Lentamente, sin
sobresaltos, el tiempo parecía no pasar, sino expandirse. Allí la teoría de la
expansión del universo se confirmaba mirando el tiempo, no el espacio.
Tres años lo cambiaron
todo.
Juan ya estaba entrando
en esa nebulosa expansiva. Su hija, por las mañanas, empezó a sacarle su sillón
al aire libre, a unos pasos de la casa, y lo sentaba mirando al oeste. La obra
de la autopista le entretenía, le fascinaba ver las máquinas abrirse paso por
los montes, avanzar y seguir avanzando. Él veía que aquella suerte de
construcción también lo era de destrucción. Los árboles grandes y altos que
durante muchos años habían albergado tanta vida, los pájaros con sus nidos, las
ardillas, sus propios brotes verdes, ya no estaban. Las aves seguían
revoloteando por allí, a veces se las veía, y a las ardillas también, pero estaban
como locas, desorientadas, irreconocibles. A Juan también se le descolocaban
sus recuerdos, sus constancias, sus querencias. Parecía que se iban, poco a
poco, tomando la autopista.
En tres años todo cambió.
Juan ya no reconocía su
casa de campo en la colina, ni sus valles y vaguadas ni sus lomas. Su horizonte
quedó plano, sin relieve. Limpios los arcenes, recta la calzada, todo gris. Ya
tampoco era Juan. Ni su sillón era el mismo.
- -- Papá, hoy vamos a contar cuántos coches de
color rojo vemos pasar ¿vale?
Así intentaba la hija
darle una ocupación a la mente de su padre, quería que permaneciera atento al
mundo y no absorto en la nada. Que estuviera comunicativo, que le hablara de
vez en cuando…
- -- Allí va uno… ¿ves, papá?
Tampoco ella se daba
cuenta de que todos los coches, de todos los colores, iban siempre en la misma
dirección (una colina separaba los carriles del otro sentido de la marcha, que
quedaban ocultos desde allí), que solo había viaje de ida, que de allí no se
regresa, que ya estaba en camino el coche negro, el último coche en la
autopista de Juan.
Bello y magnífico.
ResponderEliminar