LA NORIA COTIDIANA
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Se le moría el abuelo poco a
poco. Como cuando uno se come un polo de nieve, así se iba consumiendo, ratito
a ratito. Y los dos lo sabían. El abuelo porque todo le parecía más grande, más
pesado, más viejo, y cada vez que pensaba en ello le quedaban menos ganas de
aburrirse en todo ese tiempo que le había ido ganando al sueño, pero cada vez
se aburría más. Y el chico lo sabía porque era muy observador. Desde hacía ya
algún tiempo se venía dando cuenta de algunos detalles que le preocupaban.
Antes, por ejemplo, el abuelo vivía intensamente cada estación del año:
En invierno salía a pasear sobre
la nieve con su cacerola de hacer pucheros y regresaba con ella rebosante de
nieve limpia que recogía para convertirla en agua fresca. Qué agua tan buena
era aquella.
En primavera gustaba el chico de
madrugar y salir al campo, muy lejos de la casa del abuelo, y llevarle flores
(cada vez más bonitas y exóticas) de todos los colores. Porque el abuelo, a
base de hervidos según una receta muy suya (ay, quién la supiera) fabricaba
tintas de todos los colores. Y eran los colores más luminosos y límpidos que se
hayan visto jamás.
En estas elaboraciones siempre le
sorprendía el verano, y en verano su violín despertaba de su largo letargo
anual llenando las calurosas noches de frescas melodías. Dejaban entrar las
noches en sus vidas hasta que el chico gastaba todos los pellizcos para
mantenerse despierto, hasta que el violín se estiraba en todos sus bostezos, hasta
que, despacito, se soltaban los hilos que sujetaban allí en lo alto aquella
luna grande, blanca, redonda.
Y era en otoño cuando el abuelo
fabricaba papel. Sí, sí, también se hacía el papel. Para esto recogía las hojas
secas que dejaban caer los árboles. Pero no creáis que valía cualquier hoja,
no. Seleccionaba cuidadosamente qué hoja servía y cual no, porque el abuelo
hacía un papel de mucha calidad.
Así que el abuelo solo trabajaba
en primavera y en otoño cuando fabricaba tintas y papel. Y ¿sabéis para qué? No
penséis que era escritor, no, ni pintor tampoco, nada de eso. El abuelo solo
era amigo de aquel chico y aquel chico sí que dibujaba bien y hacía unos poemas
la mar de preciosos. Por eso el abuelo fabricaba tintas y papel, para el
muchacho aquel que un día, hace ya mucho tiempo, se acercara a él para
preguntarle ¿cómo te llamas?
Pero todo esto fue hasta el otoño
pasado porque ya en el invierno el muchacho observó que el frío había entrado
en el corazón del abuelo. Y ahora que estamos en primavera, las flores se
marchitaban antes de que el abuelo las eternizara como tintas de colores. Y
como el muchacho se daba cuenta de todo esto, fue por lo que un día le dijo:
-
Abuelo, ya no queda tinta azul.
El abuelo le contestó que usara
otros colores y se quedó callado, respirando el aroma que emanaba de aquella
casa que recibía hojas secas en otoño, frío y nieve en invierno, todas las
flores de la primavera y sol y luna durante el verano.
La cuestión era grave porque el
chico, sin azul, tampoco tenía verdes ni violetas (el abuelo le había enseñado
a hacer el verde con azul y amarillo y el violeta con azul y rojo) y claro, sin
estos colores que son tan importantes no podía pintar gran cosa, así que cada
día pintaba menos y escribía más, aunque tuviera que hacerlo en negro, en rojo
o en amarillo. Y le sucedía que, si escribía con tinta negra le salía un poema
muy triste y, en cambio, si lo escribía con rojo o con amarillo le quedaba más
alegre y más bonito. Y eso, precisamente fue lo peor, porque el chico al darse
cuenta de estas propiedades que tenían las tintas del abuelo, todo lo que
escribía procuraba hacerlo con cualquier color menos con el negro y, así, poco
a poco, todos los colores se fueron acabando.
2
Ocurrió una vez, cuando el abuelo
era joven y el mundo era un pañuelo. Un día quiso pasear por la ciudad en vez
de tomar el trolebús, así que recorrió todos los parques y todas las calles (esto
solo era posible entonces que la ciudad no era un mundo) y fue de vuelta a casa
cuando le ocurrió. Ya sé que es una historia increíble, pero hay que contarla
porque lo que le ocurrió al abuelo aquel día no podrá pasarle nunca más a nadie
más. Además, solo ha ocurrido una sola vez, que se sepa, y todo el mundo lo
sabe: solo ocurrió aquella vez, aunque se haya contado tantas veces.
Sucedió que, en aquel paseo, tuvo
que cruzar la vía del tren por un paso subterráneo y dio la casualidad de que
el tren comenzó a pasar justo por encima cuando él estaba justamente debajo y no tuvo por más que esperar que aquel largo y ruidoso tren terminara su paso por
encima de aquel paso. Digo no tuvo por más que esperar porque le dio tanta
impresión que se quedó sin respiración todo el tiempo que tardó el tren en
pasar que fue un santiamén muy largo. Pero esta experiencia, aunque le dejara
un poco aturdido un momento, le gustó tanto que quiso repetirla así que se
encaminó hacia la estación de Renfe y preguntó todos los horarios de todos los
trenes y, como el señor que había en la ventanilla tenía muchas cosas que
hacer, le regaló una hojilla donde tenía impreso con numeritos pequeños lo que
él buscaba, y cuando llegó a casa, él mismo se hizo otra hojilla adelantando en
doce minutos todos los horarios porque ese era el tiempo que empleaban los trenes en ir desde la
estación hasta el paso subterráneo y así obtuvo un horario ajustado para el
paso aquel. Al principio solo iba a sufrir los temblores que provocaba el paso
de los trenes cuando salía de su trabajo, pero esta afición suya era cada vez
más fuerte y comenzó a faltar a la oficina hasta que lo echaron. Pero él estaba
entusiasmado con aquellas vibraciones y se alegró de tener todo el día libre
pada poder ir más a menudo a lo que se había convertido en su lugar favorito.
Apenas si dormía ya por las noches pensando en aquella sensación (que era
obsesión) y una noche de insomnio se fue a aquel paso subterráneo y fue
entonces cuando ocurrió lo verdaderamente increíble de esta historia: llegó al paso a las cuatro de la madrugada
(por lo menos) y estaba completamente solo, No estaba la gente que habitualmente
circulaba a otras horas. Y cuando pasó el tren con sus ruidos comprendió de
golpe el porqué de aquella fascinación suya. Y es que, aquello que él oía
durante el paso de aquel tren no era ruido, ¡Era música! Él mismo no se lo creía,
pero era la verdad. Estaba oyendo todos los sonidos que había en el mundo de
los sonidos… y era música. Oía los raíles chillar al paso por el peso del tren.
Oía el crujir de los vagones y el tintineo de la chapa contra la chapa. Oía
bajo el tren el resonar del tren por debajo. Oía también la diversidad de
timbres, entonaciones, ecos, reverberaciones, silencios y conversaciones que se
producían dentro del tren. Y oía libre en el aire el sonido leve del aire
libre.
Cierto es que todo aquello en
conjunto no sería sino un tremendo ruido, pero para él era… música. Él lo oía todo
por partes, aunque todo a un tiempo, Él oía música de todas maneras, su oído
seleccionaba y agrupaba los sonidos de forma que todo lo que oía era música. ¡Y
allí estaba toda la música! Reconocía músicas que ya conocía y conocía en ese
momento otras músicas nunca oídas, músicas que jamás han sido compuestas por
persona alguna.
Así es de increíble esta historia
que cambió el estilo de vida del abuelo. Aunque ahora parece que se esté
deteniendo su tren.
Otro cualquiera hubiera explotado
su “habilidad” de alguna forma más lucrativa para él, incluso él estuvo
pensando un tiempo poner una academia de música y enseñar melodía, armonía y composición,
pero prefirió enseñar solo a una persona, no por dinero sino por gratitud. Esa
era su filosofía.
3
Aquel día era uno de esos días de
tormenta de lluvia y de truenos, de irse la luz eléctrica y de mirar por los cristales
cómo se iba la luz del día. El muchacho era todavía un gracioso niño triste
interno de un gratuito colegio de huérfanos donde estaba prohibido reírse del
profesor cuando, los domingos diciendo misa, juntaba las manos como los santos
de las estampas y miraban arriba con los ojos muy abiertos o abajo con los ojos
cerrados musitando ininteligibles palabras entre susurros y mirando de reojo al
bedel sacristán monaguillo para que tocara la campanilla o para que dejara de
tocarla.
Aquel día miraba el niño la
grisura de aquel día gris y se agrisaron sus celestes ojos cuando se agrisó el
celeste cielo. Miraba aquel día el niño cómo caían las gotitas de lluvia fresca
sobre los cristales y miraba cómo se unían dos gotitas en el cristal y caían
serpenteando igual que a él le cayeron dos lagrimitas unidas por la misma pena.
Fue entonces cuando… ¡flash!... visto y no visto, un relámpago iluminó la
soledad del niño aquella tarde (que era el resumen de su vida) y se sintió
querido. Inocentemente creyó que Dios le había hecho una foto.
Su padre había sido, en vida, almirante
de la Armada y la memoria del niño guardaba muchas historias y aventuras que le
contaba. Su madre se llamó Marina y en honor a la verdad debo decir que fue la mar
de buena. Pero se los llevó una señora muy vieja y muy fea que vestía de negro
a la que llamaban parca. Eso le contaron los curas de su colegio que también eran
viejos y feos y también vestían de negro. Quizá por eso fue por lo que se fugó
del colegio, porque también los curas eran parcos, aunque él me dijo que se iba
porque se había dado cuenta de que siempre había estado equivocado. Siempre
había deseado ser marino como su padre y viajar por el país de las mariposas
trasparentes y por la tierra de las plantas parlanchinas y por los polos Este y
Oeste en donde las nieves no eran sino de chocolate derretido y caramelo
líquido y, en fin, por todos aquellos lugares en los que su padre había corrido
aquellas aventuras tan bonitas y emocionantes. Pero aquel día en que la lluvia maduró
sus raíces, se dio cuenta de que debía escribir su propia historia y aquella
misma noche se escapó del colegio. Resultó muy fácil porque en aquel colegio no
estaban acostumbrados a que nadie se escapara, así que solo tuvo que salir de
su cuarto con sus cosas, bajar las interminables y cenicientas escaleras de mármol,
abrir la pesada puerta y salir hacia el sol que clareaba. Mientras más caminaba
el chico más claro lo veía todo. Por eso gastó el poco dinero que tenía
ahorrado en un par de zapatillas de deporte que le fueron muy útiles pues,
además de ser muy cómodas para caminar, el dibujo que dejaba la suela en la
tierra sirvió para despistar a todo aquel que quiso seguir sus huellas.
4
Otra vez madrugó el muchacho y
salió al campo a recoger flores de todos los colores para que el abuelo, según
una receta muy suya (que me gustaría conocer) … bueno, ya sabéis aquello de las
tintas que fabricaba el abuelo. El muchacho llevaba un canasto de mimbre para
cargar las flores. Y lo soltó un momento para descansar, y se sentó en la hierba.
Pero algo que él mismo no supo qué, le hizo levantarse, alejarse unos pasos,
separar unas ramas con las manos y mirar hacia el centro de un rellano que
había entre los árboles. Y entonces sintió el corazón reventarse en su pecho. Vio
una joven muy guapa, muy alegre y fascinante, balancearse en un columpio hecho
con cuerdas y colgado en la rama de un árbol. Todo era casi en blanco y negro…
menos ella. Aparecía como volando hacia un lado y como volando desaparecía
hacia el otro. Y sonreía. Llevaba un vestido de rayas blancas y rojas
verticales que paraba en el tobillo dejando ver unos zapatitos negros de charol
que destellaban puntitos con forma de estrella, a modo de cinturón llevaba una
cinta ancha de seda roja que volaba tras ella en cada vaivén, y su rostro,,,
oh! ¡Poesía viva, belleza pura y… qué se yo decir de su rostro!
Un bolso cartera de charol negro
que había sobre la hierba, le recordó que no estaba en las nubes sino muy en el
suelo, gracias al cielo.
Al volver con el abuelo, éste le
preguntó por la canasta y - ¿qué canasta? - dijo él.
5
Te miro y tú me miras.
Y es como si algo vital
que me fuera escaso
se me ofreciese gratuito.
Oxígeno de vida. Nirvana
que me es legado en un instante
y que me regocija
con la perfecta trasparencia
de tu cristalino.
Yo te quiero con los ojos, amor,
eres mi más amada imagen.
Tú hablas y te escucho.
Y es como si el eco de la luz
de tus ideas, me trasfiriesen
la pura esencia de tu palabra,
envolviéndome y acariciándome.
Resuena en mi cabeza lo que dices
y me hace comprender
lo misterioso y escondido
de una sola de tus sílabas.
Yo te quiero con el oído, amor,
eres mi más limpia palabra.
Cuando tú me acaricias
Y yo recorro con mis largos dedos
los inefables senderos de tu cuerpo
es como si se me revelara,
en un éxtasis, el único camino,
el único modo de llegar
a la piel que anhela mi piel,
a tu perfecto seno,
a tu ombligo, a tu vientre.
Yo te quiero con el tacto, amor,
eres la continuación de mis manos.
Y si eres tú quien me escucha,
tu atención es la que dicta
en mi garganta lo que digo,
como si leyera en tu silencio
lo que necesitas oír, lo que digo.
Tú eres la razón
de las palabras que fluyen de mi boca
cuando me oyes decirte,
tantas veces, tantas cosas.
Esto es lo último que el muchacho escribió con los colores que le
quedaban y que, con este poema, agotó. Desde entonces no volvió a escribir nada
porque le tenía miedo a la tinta negra, Por eso la guardó bajo llave en un
cajón que se prometió no abrir nunca.
***
El feo sonido que produjo la cuerda del violín que se
rompió sola, despertó al muchacho que velaba en un sillón la agonía del abuelo,
pero el abuelo… el abuelo no despertó. Una luna grande, blanca, redonda,
lanzaba sus rayos a las ocres hojas que alfombraban el suelo al otro lado de la
ventana. Inconscientemente tiró del cajón que cedió sin hacer uso de la llave y
la tinta negra se vaporizó y lo tintó todo de negro, Todo se ha vuelto negro, muy negro –pensó-
no veo nada sino negro…
***
Fue entonces cuando abrió los ojos y se dio cuenta que
había estado soñando. Se levantó y miró por la ventana aquel maravilloso día.
Se fijó en unos pajarillos que se posaban en los hilos de la luz y creyó ver un
pentagrama y tarareó una hermosísima canción. Luego se acercó a la cama donde
descansaba el abuelo y, después de mirarlo un momento, puso la cabeza en su
pecho, pero solo escuchó que un tren silbaba a lo lejos.