Yo soy una chica muy curiosa. Me encanta enterarme de
cosas nuevas (aunque solo sean nuevas para mí) y preguntar por todos los
detalles. Pero no solo me interesan las novedades sino también las cosas
antiguas que no conozco y que, por lo tanto, son nuevas para mí (por eso el
paréntesis anterior). También soy aún muy joven, nací en la segunda mitad de
los noventa y mi uso de razón es entero del siglo XXI. Para quien me conoce,
todo esto es una obviedad, pero lo comento, o lo aclaro, para que se comprenda
mejor lo que voy a contarle (al menos la primera parte del relato porque la
segunda no se explica con esta introducción).
Desde que mis padres murieron en aquel extraño
accidente, hace ya algunos años, vivo sola en casa. Con lo que me dejó el
seguro pude levantar la hipoteca y puedo llevar una vida más o menos tranquila
administrando la pequeña galería de arte que me aventuré a poner en marcha. Quiero
traerme a mi abuela a vivir conmigo y vender o alquilar su casa, pero se niega
en redondo. Este hecho me obliga a visitarla a menudo porque también ella vive
sola y solo nos tenemos la una a la otra. Por eso no lo hago a mi pesar (lo de
visitarla a menudo), sino cada vez con más agrado.
A mi abuela le gusta mucho mirar fotos antiguas.
Muchas tardes, cuando voy a visitarla, saca un álbum grande y grueso o una
vieja caja de lata donde tiene cientos de ellas. A mí, acostumbrada a usar el
móvil para sacar fotos y el mismo móvil para verlas luego, y poder editarlas,
recortarlas o eliminarlas, me fascina el hecho de tener en las manos tantas
imágenes (muchas en blanco y negro) y no poder hacer otra cosa con ellas sino
solo mirarlas. Miro una y otra y otra y, en pocos minutos estoy al final del álbum,
y en unos pocos más ya he repasado toda la lata. Pero mi abuela no es como yo,
ella tiene otro “tempo”, se pone a mirar una foto y comienza a contarte
historias, qué día era aquel, quién era este o aquella o porqué se hizo la
foto. La abuela, que es tan calladita habitualmente, mirando fotos puede hablar
por los codos, aunque a veces se queda mirando alguna en silencio y prefiere
soltarla para coger otra y seguir contando historias. Un álbum de fotos en sus
manos es como una novela de muchas páginas. Aquella caja de lata, una
biblioteca.
Pero no tengo yo hoy la intención de contarle tantas
historias, ni siquiera alguna de ellas, no. Solo quiero contarle algo que
surgió paralelamente, algo oculto que, esta chica curiosa pudo descubrir entre
aquellas inalterables y sempiternas imágenes.
Yo iba separando las fotos, haciendo montoncitos con
ellas, según la abuela me contaba sus historias. Un montón para familia, otro
para amistades, uno más para viajes, en fin, ya sabe. En un mismo montoncito fui
guardando aquellas fotos donde se veía alguna persona que mi abuela no era
capaz de reconocer. Quizá parientes lejanos que se dejaron fotografiar en una
ocasión determinada, quizá amistades olvidadas porque no llegaron nunca a ser
más íntimas, o puede que simplemente fueran extraños que, sin pretenderlo, se
colaron por el objetivo de la cámara por casualidad, por haber estado por allí
en aquel momento. Extraños que se han convertido en familiares involuntarios. Fieles
acompañantes de papel. El caso es que entre ese montoncito de fotografías
localicé dos que hoy me quitan el sueño.
Una es de mi madre durante su viaje de luna de miel (según
dice mi abuela). Es París. Ella posa en los Campos Elíseos, con el Arco del
Triunfo detrás, con el sol parisino encerrado en su interior. Por la izquierda
de la foto se ve medio hombre, aunque el rostro se le ve completo, dando un
paso largo para colarse en un recuerdo que no era suyo. Bajo el brazo lleva una
carpeta roja, que se ve a medias, grande, como las que usan los dibujantes para
llevar sus bocetos. Las conozco bien gracias a mi actividad como galerista.
En la otra fotografía también se ve a mi madre. Mi
abuela cuenta que con esa foto mis padres le dieron la noticia de que se
encontraba embarazada de mí. Por lo poco que se ve al fondo, el paisaje parece
ser Madrid, puede que Barcelona, por los edificios y el ambiente parece España,
pero podría ser cualquier otra gran ciudad europea. Ella está muy guapa, con el
semblante alegre, sentada en la terraza de alguna cafetería, copa en mano,
haciendo el gesto de brindar con quien toma la foto y con quien la mire. Pero
por detrás de la escena se ve otra mesa donde está sentado un hombre que toma
café y que tiene en el suelo, apoyada sobre el lateral de su mesa una carpeta
roja, como la que he descrito antes, que también se ve a medias.
Cuando las tuve juntas, una foto en cada mano, miraba
una y miraba la otra y no podía entenderlo. El hombre sentado y el medio hombre
del paso largo era la misma persona. Estoy segura. Y portaban la misma carpeta.
Sin ninguna duda. Así de claro, pero también de incomprensible. ¿Extraños casuales?
¿Gente de la calle que pasaba por allí? En las dos fotos, aunque sin demasiado
detalle, se aprecia bien el rostro. Estoy segura de que se trata de la misma
persona.
En ese caso, sin duda, la segunda foto también habría
sido tomada en París, de otro modo sería muy improbable tanta casualidad. Pero
entre una foto y la otra debía mediar aproximadamente un año de intervalo
porque en una foto mi madre tenía un peinado de pelo corto que dejaba ver sus
perfectas orejas y en la otra lucía una melena por encima de los hombros. La
ropa en ambos casos era primaveral o incluso de verano, por eso digo que al
menos un año, o puede que dos, pero no más, porque el hombre de la carpeta roja
no mostraba ningún cambio de aspecto.
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Han pasado algunos meses desde que escribí esto, casi
un año.
Desgraciadamente, mi abuela se sintió indispuesta y me
llamó por teléfono. Solicité una ambulancia y acudí rápidamente en su auxilio.
Aún llegué a tiempo de verla viva unos minutos. Pero fue un derrame cerebral
cruel y casi fulminante. El último gesto en su semblante, sin embargo, no fue
de dolor sino más bien de conformismo o de rendición. Jamás olvidaré la
sensación de paz que emanaba y que le vi en su mirada. Este inesperado y
doloroso suceso propició que se borrara del mapa de mis preocupaciones (al
menos temporalmente) el misterio del personaje de la carpeta roja.
Tras algunas semanas que pasé con bastante
desconcierto, comencé a tener episodios de dolor y de rabia intentando asumir y
aceptar que ahora estaba sola en el mundo, decidí volver a tomar las riendas de
mi vida y tracé planes para recuperar el control de mis días.
Mi abuela lo tenía todo muy preparado y resuelto y no
hubo ninguna complicación con sus últimas voluntades. El notario me entregó
todos los documentos de sus propiedades, su casa, sus cuentas bancarias y sus
enseres. En fin, no quiero entretenerme con estas cosas sin interés que, como
no pudo ser de otra manera, se sucedieron con naturalidad y con normalidad.
Contraté una empresa para que pusiera orden en la casa
de la abuela (ahora de mi propiedad) y concedí permiso expreso para que se
pudiera tirar todo aquello que, a criterio de los operarios, no mereciera
conservarse. Delegué esa tarea a conciencia, sabiendo que yo no sería capaz de
desprenderme sin remordimientos de tantas cosas que habían sido guardadas tanto
tiempo con cariño (quién sabe por qué razones).
La empresa hizo su trabajo y me envió un correo
electrónico para comunicarme el final de sus actuaciones. En él me aclaraba que habían dejado en el
inmueble una carpeta que, si bien lucía bastante deteriorada, su contenido
pudiera ser valioso, por lo que lo mejor sería que “usted misma decida su
suerte”, decía textualmente el mail, que adjuntaba una foto de la mencionada
carpeta. Mi corazón se puso a dar botes en mi pecho.
El correo me llegó estando yo en Málaga negociando el
trato para la próxima exposición de pintura en mi galería. Me entrevistaba con
Juan Manuel (así firma sus obras), un hombre maduro, sexagenario ya, aunque pintor
emergente y alternativo, aún poco conocido, pero dueño de un pincel de
búsquedas constantes. Notó mi turbación y me ofreció asiento y un vaso de agua
fresca. Muy comprensivo, sin preguntar, dejó que yo aplazara el encuentro, me
pidió un taxi para el aeropuerto y me acompañó a la puerta. Inicié el viaje de
regreso a casa impaciente por ver qué podía contener la carpeta roja. Estaba
segura de que se trataba de la carpeta roja que había visto en las fotografías
de mi madre, pero no podía comprender cómo mi abuela no solo no me había
hablado de ella, sino que incluso me la había ocultado. Durante el vuelo hice
toda clase de absurdas conjeturas. Llegué tarde y bastante cansada a casa.
Después de la ducha y de una frugal cena me fui a dormir pensando en
inspeccionar la carpeta por la mañana. Pero la noche solo estaba empezando.
A las 5.45 de la mañana me despertó la llamada de la
policía. Me avisaban de que se había producido un robo en mi propiedad (la casa
de mi abuela) y que debía personarme en el lugar para hacer una relación de los
objetos robados y adelantar una estimada valoración de los mismos, para más
avanzada la mañana, presentar la correspondiente denuncia. Llegué bastante
pronto, a esas horas el tráfico es fluido, y fui recibida en el portal por una
pareja de policías que, tras comprobar mi identidad, me explicaron paso a paso
(fue casi como un tutorial) todo lo que tenía que hacer, primero en la comisaría
y luego en mi compañía de seguros. Yo estaba ansiosa por acceder al interior de
la vivienda para buscar la carpeta roja, aquella misteriosa carpeta roja que
había vuelto a ocupar mi mente después de casi un año sin preocuparme ni
siquiera acordarme de ella, pero aún me hicieron esperar un rato porque se
estaba realizando la inspección ocular y la toma de fotografías y de posibles
huellas.
Hasta casi las diez no pude entrar en la casa. La
carpeta roja estaba allí pero no había nada en su interior. En la denuncia que
presenté horas después adjunté una copia impresa del correo electrónico que me
remitieron acerca de aquella carpeta. Era la única evidencia que tenía de que
algo valioso pudiera haber contenido. Hoy, cuatro meses después, que nada se de
las pesquisas policiales (si las hay), el seguro me comunica que no considera
ninguna indemnización. Me encuentro pues en vía muerta, este tren no me lleva a
destino alguno.
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Retomo de nuevo estos apuntes tras otros varios meses
de parón pues creo haber encontrado una pista que puede ser reveladora: Yo estoy
registrada en un servicio de internet que ofrece información puntual acerca de
las exposiciones de pintura que se realizan en las galerías que estamos dadas
de alta en el portal, así, de las que yo organizo en mi sala, consigo una
cobertura más internacional, y conozco otras galerías y otros autores de los que de otra manera jamás tendría
conocimiento. El servicio está enfocado sobre todo para uso de coleccionistas
de arte (no sabéis la cantidad de divisas que pueden mover) ávidos por hacerse
con obras de arte o para seguir especulando con ellas. Mensualmente llega a mi
cuenta de correo de la galería de arte una gaceta informativa (que a veces ni
me molesto en mirar) que inesperadamente en este último boletín me ha puesto de
nuevo el corazón en vilo. Veo que la semana que viene se inaugurará en una
Galería de París una exposición de dibujos de un tal Juan Manuel. No viene su
foto así que no puedo saber si se trata del pintor que traté de captar en
Málaga, pero lo que más me conturba es la imagen que acompaña el anuncio de la
exposición. Se trata de un dibujo a lápiz plomo y sanguina, el retrato de una joven que
tiene un alarmante parecido con la joven que fue mi madre. Por otro lado,
también en internet he averiguado que en Málaga existe una filial de la empresa de mudanzas
con la marca “Juan Manuel e hijos S.L.”
Ya tengo el viaje comprado y la reserva de hotel en París.
El lunes os cuento.
Es ameno y te engancha una barbaridad. La mezcla entre realidad y ficción lo hace aún más intrigante. Podría aventurar que la trama es como una pirueta fotográfica en la que los acontecimientos se suceden como en un túnel de imágenes, una dentro de otra y así hasta el infinito. De ahí el título. Pero podría haber muchas más interpretaciones...
ResponderEliminarHa estado muy bien y me ha dejado con ganas de más. La trama engancha!
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